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De amor no vive la ciudad

HORACIO DORADO GÓMEZ – horaciodorado@hotmail.com

La gente que ama a Popayán se inclina a dibujar en su imaginación la idea de porvenir, con su plaza, sus árboles, sus balcones coloniales, sus portalones, entronizando el centro histórico como un monumento. La gente que ama a la ciudad vive anclada en un pretérito idílico, como la localidad de sus sueños. Sin ceder a la tentación de cambiar esos lugares comunes de los que vive hace 488 años. Aunque la realidad pase luego la factura, rompiendo sus muros, al llegar la tormenta diaria que invisibiliza para admirar toda su belleza. Es tanto el amor, que es inevitable anhelar los vientos de perfección, el anhelo de felicidad completa. Aquí se pone, se quita, se borra y se pinta la ciudad de malas costumbres, con festejos y usanzas en sinfonía alocada. La ciudad no ha cambiado, pero sus habitantes sí. Aquí vivimos con la obligación de transformar la memoria inmediata en recurso para resistir con dignidad y buen humor el mal de cada día. Aunque seguimos anhelantes por un ideal, en un conjunto de reglas para observar, para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras. Abro los ojos del pasado y, encuentro Ese otrora carácter generalizado de la urbanidad y el civismo. Resuenan las trompetas y cornetas, en las calles cubiertas de azahares, geranios y penitentes, con el calendario de las cofradías de nuestra Semana Santa. Payaneses evocando al Maestro Valencia, al pintor Efraím Martínez. Otros, brindando por este suelo recalificado, ejecutores irrigando resultados buenos, regulares y malos, hasta la felicidad de destructores e indisciplinados conductores de toda laya. Y muchos orgullosos de “Chancaca”, “Guineo”, “Zócalo, aunque alarmados por el creciente número de cantinas y la carencia de lectores y, de bibliotecas públicas en la ciudad.

Admitamos que a los patojos raizales nos falta ambición, pero nos sobra afán para llenar los templos y las calles de nazarenos. En tanto que, a los fuereños les sobra apetito para explayar sus negocios que tienen siempre que ver con los términos medios. Nos acostumbramos a la ciudad esquilmada. Con las consecuencias de la realidad: paros cívicos que no facturan, incívicos maltratando los frontis de nuestros caserones. A trancas y trancones, asimilamos la convivencia con resiliencia. El problema se agrava ante la falta de interés, convertido en un manto de tristeza, medianía insoportable, que detiene la ciudad.

No se enfría mi crítica en contra de un pueblo que, por un lado, parece incapaz de ejercer sus derechos cívicos y, por el otro, crece en resentimiento. Apelo para que la ciudad continúe siendo un lugar positivo de encuentro, espacio donde la gente disfrute habitar, trabajar, donde se recree, se eduque y se conecte con los demás de manera positiva.

Entre tantos lamentos acaricio positivamente todo lo que brota en la ciudad. Popayanejos, payaneses y patojos, prevenidos del defecto de la antipatía hacia la bonita ciudad. La luna de miel ya pasó. Los invitados a la fiesta de la democracia, eligieron. La ciudad hace un año escogió. En lo que resta, esperamos la luz de la prosperidad para cambiar sus propósitos. La ciudad se expande bulímicamente y no parece conocer límite su despliegue vertiginoso. Popayán en medio del atolladero, vive una economía hiriente. El estancamiento por las disparidades de ingresos, el empeoramiento de la contaminación y el deterioro de los edificios y puentes con el paso de los años, son señales reveladoras de que la ciudad tiene dificultades para satisfacer las crecientes aspiraciones de sus habitantes de tener un futuro sostenible y próspero. Entonces, como ahora, era una ciudad que vivía el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos. En el último trayecto de mi vida, como apasionado defensor, hago de la crónica, mi principal arma de combate, porque nos merecemos una ciudad mejor que la que tenemos. Una ciudad que se identifique con el progreso, con cambios: sociales, técnicos, económicos y culturales. Las obras públicas no se construyen con el poder milagroso de una varita mágica.

La grandeza de Popayán, es cosa de siglos y reclama mucha determinación generacional para que funcione. Entre todos, poco a poco, paso a paso, con tenacidad y multitud de herramientas, arrimémosle el hombro pagando los tributos a tiempo.

Civilidad. Decir que la ciudad está limpia es una mentira. Está envenenada, mancha el humo de los automotores y mancha la contaminación. Está llena de carteles, avisos y avisitos incitando a comprar chucherías o a votar por alguien.

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