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¡Buenos días, Doña Ligia!

 Luis Guillermo Jaramillo EcheverriUniversidad del Cauca

La belleza cotidiana de las ciudades cobra vigor por su gente. Calles, edificios, lugares emblemáticos y parques se llenan de sentido por el recorrido de sus habitantes. Los aires de ciudad se alientan por el fluir de quienes la habitan; transeúntes que en su caminar toman posesión de lugares que sienten como suyos… recorridos que en su trasegar y permanencia se llenan de identidad.

La ciudad es un fluir constante de relaciones que excede la señalética y la estatificación de sus estructuras. Calles y sinuosidades, puentes e historia, parques y monumentos gozan de nombres simbólicos que ubican a sus habitantes más que las coordenadas que dividen la geografía urbana entre calles y carreras. Influjos de ciudad que perduran en el tiempo. Emerge así una cultura de la calle, del parque y de los espacios públicos (Herrera, 1994).

Se recorre la ciudad en lo cotidiano para cumplir citas y diligencias, conversar cafés y sorprenderse con encuentros inesperados; habitualidades que ejercen sentidos de apropiación y pertenencia. En medio de ese transitar, brillan personas que siempre están allí; su habitar no se reduce a una actividad específica, cumplimiento de una cita o un encuentro casual; personas que en su estar hacen parte de habitar la ciudad. El lugar que frecuentan les da una identidad; “su pertenencia no riñe con la circulación” (p. 162), por el contrario, les otorga un nombre en el fluir cultural de la ciudad.

Así es Ligia, una mujer mayor que suele estar en el Parque Caldas de la ciudad de Popayán. Lleva gorra, falda, camiseta y saco; hace parte del paisaje citadino junto a las bancas, los faroles, la biblioteca, el puente y las palomas. Comúnmente saluda con una mano alzada mientras dice: venga mi amor, no solo con el fin de recibir un buenos días sino también alguna ayuda. Accede a ambos y se despide con un: se me cuida. Ya son años de oírla gritando arengas a la administración de turno; verla saludando con su mano al aire, mientras sostiene en la otra un radio viejo, o adormilada en el calor abrasante del medio día.

Supe su nombre porque estudiantes, artesanos, personas de oficina y comerciantes le llaman así: Ligia o Blanca Ligia. No recuerdo haberle preguntado su nombre, más bien, fue el fluir relacional de ciudad que me lo regaló sin tener la cortesía de acercarme a ella y averiguarlo. Me di el derecho de decirle Ligia, como todos, sin escucharlo de su propia voz.

Cierta mañana la encontré en una de las esquinas del parque cuando el sol comenzaba a calentar. Saludó, entre su caminar lento y risa abierta, con el habitual hola mi amor, ¿cómo está?. –¡Hola Ligia¡– Fue mi respuesta antes de hacer la pregunta “innecesaria” de qué haría ese día… sabiendo que ella vive el privilegio de solo estar, habitar su ciudad, su parque, sin compromisos previos.

En medio de nuestro encuentro pasó una mujer que labora en un museo cercano. Me saluda y se dirige a mi contertulia con un ¡Buenos días, Doña Ligia! Su saludo me causó asombro. Utilizó una palabra de cortesía que antecede al nombre de pila que se usa para reconocer un alto grado de respeto y elevado rango social. Doña o Dña., según la RAE, viene del femenino que significa joya, alhaja… dádiva o regalo. Título que no ostenta todo el mundo por más dinero o recursos que se puedan tener.

Anteponer este atributo a Ligia es sacarla de todo estigma o tipificación social –la loca del pueblo– para investirla de una altura y dignidad con la que no se le suele ver. La funcionaria del museo ve en Ligia a una mujer, una alhaja o joya que es mucho más que insultos a políticos o a la fuerza pública, más que “una loca” que dormita junto a una ventana de la Gobernación. Pensé en ese instante en quién era yo para tratarla solo como Ligia, dónde o quién me había dado el “derecho” de verla como un “personaje típico de la región” y no como alguien con altura y dignidad. Entendí que decir Doña Ligia es una invitación a salirse de los cánones que la representan como personaje del parque… de la ciudad, para instalarse por fuera de los maniqueísmos del contexto y comprender que su ser mujer no depende de su condición social, física o económica.

Doña Ligia tiene rostro; no es cara que se muestra o cuerpo que realiza. Es mujer que habita el Parque Caldas… microcosmos donde la vida pública pasa a ser su intimidad; dueña de una privacidad que consigue “cuando las mil y una historias posibles se diluyen en un cambio de lenguaje y argumento” (Herrera, p. 163). Historias construidas a cielo abierto, sin techos o muros que obstruyan su dignidad; esto le permite crear relaciones particulares con quienes le vemos cada vez que cruzamos el Parque Caldas para decirle, con el debido respeto: ¡Buenos días, Doña Ligia!

Referencias:

Herrera, J. D (1994). Comanche. Fondo editorial para la paz.

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