Por Donaldo Mendoza
Por alguna razón, el autor prefirió usar el interrogante solo al final, como en inglés; y no al principio y al final, como ordena el español. Pues bien, en 1972 el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura) publicó, en su ‘Colección popular’ (N.o 51), un delgado volumen (92 pp.) que recoge ocho conferencias de Antonio Montaña (Colombia, 1933-2013), escritor, con estudios en Filosofía y Estética. En esas conferencias se pregunta sobre el arte y su relación con otros oficios.
Montaña pone la lupa en los orígenes de la palabra. Y halla en latín el término arts y en griego techné, que dicen lo mismo: “suma o conjunto de conocimientos y una forma de adiestramiento especial”. Y enseguida otra palabra, que pone el encanto y la gracia: aisthesis, que es la ‘sensibilidad’, sin la cual el arte pasaría inadvertido.
Hace bien Antonio Montaña en establecer la diferencia entre arte y artesanía, que con frecuente ligereza se tiende a confundir. En efecto, el artesano –explica Montaña– parte de un plan cuyos componentes conoce, y de antemano sabe cuál será el resultado final de lo que se propone construir; y da el ejemplo de cómo se relevan en el tiempo los miembros de una familia (abuelo, padre, hijo) que hacen un instrumento (violín) o un mueble (armario). Pero si bien ambos comparten una ‘técnica’ (materiales, habilidad, vocación, conocimiento), el artista procede de un modo distinto al artesano. Sí, conoce la técnica “del fresco, domina el dibujo, ordena y compone, hace bocetos”, pero el resultado final se mantiene oculto; mientras trabaja, la obra está en ‘proyecto’ y el producto final aún no le es dado. En suma, la obra de arte queda concluida cuando el proyecto deja de ser.
Se sabe también que el artesano no tiene otra preocupación que disponerse a elaborar y pulir el instrumento o el mueble. Esa tranquilidad está generalmente ausente en el artista; y de allí surge la pregunta: ¿El artista se divierte creando la obra? No seré yo, que no soy artista, quien responda. Tomo, entonces, del volumen de Antonio Montaña lo confesado por tres artistas.
Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina parecía olvidarse de todo y su ánimo cambiaba de exultante alegría a una depresión agresiva.
Jorge Guillén dice que de pronto estalla el verso y que el poema nace de repente; que lo difícil viene después cuando es necesario trabajarlo.
William Faulkner confiesa que cuando comenzaba a escribir lo invadía una alegría solo comparable con la de una buena borrachera.
Hay dos palabras que casan ‘divinamente’ para comprender el ARTE: sensibilidad y asombro. Y muy cerca de ellas la emoción y la contemplación. Pues bien, Antonio Montaña trae una anécdota en donde la teoría (conocimiento) y el asombro (encantamiento) muestran sus cartas. Valoren ustedes, apreciados lectores.
«Relata un sabio Zen la siguiente anécdota: va acompañado por un sabio occidental que desea aprender los preceptos y la vida zen, buscando entender la comprensión del mundo zen. Al pasar por el boscaje se inclina el sabio zen y mira una flor. Luego de un rato de contemplación continúa en silencio su camino. Poco después es el occidental quien se inclina, toma una flor, la arranca y la examina. Ve su raíz, observa el tallo, cuenta los pétalos, estambres y pistilos, aspira su perfume y luego la tira.
–¿Quién sabe más sobre la flor? pregunta el sabio chino.
El occidental sonríe.
–Tú sabes, dice el chino, más sobre lo que fue una flor, pero no sabes nada de la flor».