Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
El poder, lejos de estorbar al saber, lo produce.
Michel Foucault
La palabra poder —que hoy se pronuncia con fatiga o con temor, dependiendo del contexto— tiene una raíz tan antigua como reveladora. Proviene del latín possum, que significa “ser capaz”, tener la fuerza para algo. De ahí nacen derivaciones como potestas, que alude a la potestad legítima, y facultas, que apunta a la capacidad, al talento, a la virtud creadora. Estas palabras, en su tiempo, tenían un aire noble: el poder como posibilidad, como acto de realización. Pero en el tránsito hacia el siglo XXI, esa potencia se ha desfigurado.
Hoy, el poder ya no se grita desde balcones ni se impone únicamente por la vía de la violencia física. El poder del presente se mimetiza, se despliega con sutileza en los datos, en las decisiones digitales, en los dispositivos que gobiernan la vida sin que lo notemos. Ya no es el Estado el único gran vigilante. Los algoritmos, los sistemas de recomendación, los modelos predictivos también ejercen poder: no para reprimir, sino para anticipar y modelar nuestros deseos. Y, como en las más inquietantes distopías, nos hacen sentir libres mientras nos conducen.
Michel Foucault intuyó este fenómeno cuando habló de los dispositivos de poder: redes complejas que articulan normas, discursos e instituciones. En el siglo XXI, esos dispositivos se transformaron en plataformas, en redes sociales, en sistemas de seguridad digital, en estructuras de control algorítmico que, bajo el ropaje de la eficiencia, dictan ritmos, gustos, pensamientos. ¿Y quién fiscaliza ese poder? ¿Quién regula la regulación?
Pero el problema no es sólo global. Colombia, con su historia de centralismos, clientelismos y asimetrías sociales, ofrece un escenario especialmente complejo para observar cómo se transforma —y cómo se perpetúa— el poder. Aquí, el poder sigue reproduciéndose a través de formas tradicionales: el caciquismo regional, el control sobre el voto rural, las alianzas opacas entre élites políticas y económicas. Sin embargo, en simultáneo, surgen nuevas formas de control silencioso: desinformación sistemática en redes, manipulación del discurso público, minería de datos para fines electorales. El poder se ha sofisticado, pero no necesariamente se ha democratizado.
En Colombia, el poder no solo se concentra: también se oculta. Un ejemplo es el acceso desigual a la información y a la conectividad digital. En los centros urbanos, los discursos progresistas circulan y se celebran; pero en muchas regiones periféricas, los discursos siguen monopolizados por actores locales que mantienen un control simbólico sobre la población, muchas veces apelando al miedo, al rumor o a la fe. Allí, el algoritmo no llega, o cuando llega, lo hace reforzando lo ya instalado.
Y sin embargo, no todo está perdido. Porque possum no solo significa dominar: también significa poder crear, poder cambiar. La ciudadanía digital, la movilización social, la juventud crítica, las comunidades organizadas tienen hoy en sus manos herramientas inéditas para vigilar al poder, para redistribuirlo, para reimaginarlo. El estallido social de 2021 en Colombia, por ejemplo, mostró que el poder vertical ya no es suficiente: necesita legitimidad, necesita escucha, necesita renovación.
Comprender el poder en el siglo XXI —y en Colombia en particular— exige desmontar sus disfraces. No basta con señalar a los de arriba: hay que rastrear las formas capilares, cotidianas, en que se filtra en la vida. Porque el verdadero desafío de nuestro tiempo no es solo resistir el poder injusto, sino aprender a ejercer un poder distinto: uno más horizontal, más ético, más consciente de su alcance y de su límite.
Y si, como decía la raíz latina, possum es ser capaz, entonces hoy el mayor acto de poder será el de imaginar un país más justo, y trabajar colectivamente por él. No es poca cosa. Pero tal vez, justamente por eso, es urgente.