Por: Juan Camilo López Martínez
Estamos exactamente a un año de las elecciones presidenciales en Colombia, y como es costumbre en este país profundamente diverso —territorial, cultural y socialmente—, la carrera por la Casa de Nariño arranca con un número desbordado de precandidatos. Ya se cuentan más de 40 nombres que han manifestado su interés en competir, una cifra que más que reflejar pluralismo democrático, evidencia la fragilidad del sistema de partidos y la confusión entre vocación de poder y mera ambición personal.
En Colombia, donde los partidos políticos han dejado de representar posturas ideológicas coherentes y se han convertido, en muchos casos, en plataformas de coyuntura para acceder al poder, parece que tras cada elección presidencial se abre la puerta para que cualquiera se crea llamado a ocupar el máximo cargo del Estado. El fenómeno no es nuevo, pero hoy se presenta con mayor fuerza: influenciadores, exfuncionarios sin trayectoria nacional, exmilitares, pastores, empresarios y políticos regionales se sienten presidenciables. Que cada ciudadano sueñe con liderar el país es síntoma de democracia; que muchos lo hagan sin preparación, trayectoria o propuestas viables, es síntoma de una democracia debilitada.
Sin embargo, entre este ramillete de aspiraciones emergen figuras que, con el paso de los meses, podrían consolidarse como opciones reales y viables. Quienes logren construir una narrativa política clara, conectar con las preocupaciones ciudadanas y resistir el desgaste de la exposición pública, tendrán una oportunidad de abrirse paso en medio del ruido.
La seguridad será, sin lugar a duda, un tema clave en esta contienda. El país vive una de sus crisis más agudas en materia de orden público, con disidencias fortalecidas, zonas rurales desprotegidas y una percepción de miedo creciente en las ciudades. Pero no será el único eje del debate. Las personas quieren más: quieren confiar. Quieren un liderazgo que no esté manchado por episodios de corrupción, que muestre conocimiento técnico, pero también sensibilidad social; que combine autoridad con empatía, y que logre transmitir, más allá de promesas, una visión de país seria, posible y realizable.
En tiempos de redes sociales, donde el escándalo de hoy borra el debate de ayer, construir un relato coherente es una tarea difícil. Los candidatos no solo tendrán que cuidarse de los ataques rivales, sino también de sus propias contradicciones. Cada mensaje, cada acción, cada silencio incluso, podrá ser usado a su favor o en su contra. La política hoy no se juega solo en la plaza pública o en el debate televisado: se juega en un trino, en un video de 30 segundos, en una frase bien (o mal) dicha.
Bienvenido sea, entonces, el debate presidencial. Lo necesitábamos con urgencia. En medio de un gobierno nacional que ya entra en su cuenta regresiva, el país necesita mirar hacia adelante. Es tiempo de exigir propuestas, de debatir con seriedad, de filtrar lo accesorio y concentrarnos en lo importante. Porque no se trata de elegir al más simpático, ni al más visible, ni al más radical. Se trata de encontrar, entre tantos, a quien realmente esté preparado para gobernar.