Manual de supervivencia P1
A veces me pregunto si la humanidad no es, en realidad, un videojuego de simulación creado por una civilización más avanzada. Tal vez somos el proyecto de ciencias de algún estudiante intergaláctico que olvidó cerrar sesión y ahora estamos aquí, intentando descifrar el sentido de nuestra existencia con la misma torpeza con la que tratamos de recordar dónde dejamos las llaves….
Pero bueno, eso es tema para otra conversación.
Lo que sí es innegable es que este “juego” tiene un nivel de dificultad bastante particular: convivir con el otro. Porque el otro está ahí, siempre, inevitablemente. Y aquí estamos, intentando convivir o, en el mejor de los casos, aprender algo en el proceso.
Desde la filosofía, la alteridad ha sido un concepto clave para entender la relación entre el yo y el otro. Emmanuel Levinas sostiene que el otro no es solo una figura externa, sino una existencia irreductible que nos interpela éticamente. Su mirada nos saca del egocentrismo y nos recuerda que no somos el centro del universo.
Por otro lado, Martin Buber, en Yo y Tú, distingue entre dos formas de relacionarnos: la mirada instrumental, en la que el otro es un objeto que usamos (Yo-Ello), y la relación auténtica, en la que el otro es un sujeto al que encontramos (Yo-Tú). Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, advierte que hoy en día la alteridad se vuelve incómoda porque la sociedad prefiere la homogeneidad, lo predecible, lo que no desafía nuestra forma de pensar. (O sea, que estamos a un algoritmo de convertirnos en robots emocionales que solo interactúan con lo que ya conocen).
Pero la alteridad no es solo un tema filosófico. Está en lo cotidiano, en lo que nos incomoda, en lo que nos hace fruncir el ceño o acelerar el paso. Está en quien nos contradice, en quien no entiende nuestros códigos, en quien se ríe demasiado fuerte en el bus o camina en la misma acera a un ritmo que desespera. Y sí, en la persona que insiste en hablarte en el banco cuando claramente llevas audífonos puestos.
La palabra alteridad suena sofisticada, pero en realidad es algo simple (y a la vez, profundamente complejo): el otro, lo otro, lo que no soy yo. Es todo aquello que nos desafía, que no encaja en nuestra visión del mundo, que nos invita a admitir que nuestras certezas no son universales.
Vivimos en una sociedad que nos vende la individualidad como trofeo. Rodearnos de lo familiar nos hace sentir seguros, nos confirma lo que ya creemos saber y también es complaciente con nuestros prejuicios y conclusiones. Pero, ¿qué pasa cuando aparece el otro, cuando se nos cruza alguien que rompe nuestras reglas internas sobre cómo debería ser el mundo?
En la era de la hiperconectividad, ¿de qué nos sirve tener acceso a todo si los algoritmos solo nos muestran lo que ya queremos ver? Nos hemos encerrado en burbujas donde la diferencia es una rareza, no una norma. La alteridad incomoda porque nos saca de esa zona segura donde creemos tener la certeza de saber como “debería funcionar el mundo” y porque nos enfrenta a lo que no podemos absorber o modificar a nuestro antojo.
Y sí, también puede provocar miedo. Tememos lo que nos cuestiona. No porque el otro sea una amenaza, sino porque nos obliga a repensarnos. Nos asusta lo que nos hace dudar, lo que cuestiona nuestras creencias (cualquiera que estas sean). Preferimos nuestros propios paradigmas y rodearnos de quienes parecen tener las mismas ideas porque nos confirma. Pero esa seguridad es frágil, porque el mundo es diverso, cambiante e incontrolable. Y cuanto más nos resistimos a la alteridad, más nos estancamos en nuestras propias limitaciones y creencias.
Nos cuesta aceptar que el otro no es una versión defectuosa de nosotros mismos, sino un mundo independiente. Y en tiempos de polarización extrema, ¿cómo dialogar con el otro sin intentar corregirlo, transformarlo o destruirlo?
Tal vez la clave está en algo que parece simple, pero que rara vez practicamos: escuchar activamente para entender su perspectiva.
La alteridad nos llama a gritos, pero hemos aprendido a ignorarla. Preferimos reafirmarnos que cuestionarnos. Nos fragmentamos más y más; ¿el resultado? la incomprensión crece y la diferencia se transforma en conflicto. ¿Y si el otro no es el enemigo, sino la clave para entendernos mejor a nosotros mismos?
Reconocer la alteridad y abrazarla es, de alguna forma, aprender a vivir sin la obsesión de tener siempre razón. Escuchar y hablar sin miedo, con curiosidad, para entender, para amar al otro, para conocerlo, para apreciar sus complejidades, no para ganar. Y eso, en un mundo obsesionado con debates y respuestas absolutas, ya es un acto revolucionario.