Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.
Hablar del reclutamiento forzado de menores en Colombia, especialmente en el Cauca, es transitar un terreno lleno de cifras que, aunque alarmantes, suelen quedarse en la superficialidad de los números: 214 casos en el Cauca este año, 51% de ellos en comunidades indígenas. Son datos que indignan, pero que también corren el riesgo de convertirse en un eco más, incapaz de transmitir el drama humano que encierra cada uno de esos números.
Un niño reclutado no es solo una estadística. Es una infancia arrebatada, un futuro truncado, una familia desgarrada. Son horas interminables de miedo, noches de insomnio y el peso de un arma que nunca debería tocar unas manos pequeñas. Es un niño o niña que ya no sueña con estudiar o jugar, porque ahora la guerra y la supervivencia inmediata ocupan todo su universo.
La crudeza de este fenómeno no debería dejarnos indiferentes. Pero a veces, quienes no lo han visto de cerca necesitan más que cifras para entender su magnitud. Por eso, para quienes aún no dimensionan lo que significa el reclutamiento de menores, recomendamos ver la película Voces Inocentes de Luis Mandoki. Esta obra, ambientada en El Salvador, narra cómo los niños son convertidos en soldados, exponiéndonos al horror y al dolor de estas prácticas desde los ojos de sus víctimas.
Tras ver esa película, es imposible permanecer indiferente. Las imágenes, los diálogos y las decisiones desgarradoras a las que se enfrentan los protagonistas no solo conmueven; despiertan la urgencia de actuar. Aunque refleja un conflicto en otro país y otro tiempo, el drama es universal, y sus ecos resuenan con fuerza en lugares como el Cauca, donde aún hoy cientos de niños viven ese mismo infierno.
El reclutamiento forzado es una de las prácticas más inhumanas que existen, una herida abierta en nuestra sociedad. Más allá de las cifras, debemos comprender el peso del dolor que esconden y asumir que no podemos tolerarlo. Como sociedad, estamos obligados a proteger a nuestros niños, a garantizarles la posibilidad de vivir sus infancias en paz, lejos de las armas y la violencia.
No basta con indignarse. Es hora de sensibilizarnos, de abrir los ojos ante la realidad y de exigir acciones contundentes. Los niños no son soldados. Son sueños, son risas, son el futuro que aún podemos rescatar. Nos debe despertar, con urgencia, la crudeza de su reclutamiento.