JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA.
Cuando llegó la luz de mano de los luceros y la luna, y al alba, se destrenzó la cabellera rebosante de sol, el mundo se hizo visible. La llamita del fuego prendió el fogón y tomó forma en el hogar a la hora del alumbramiento de la mujer que dio luz a una criatura para iniciar el camino de las generaciones.
Por ello la simbología de la luz en el día de las velitas sigue siendo la primigenia realidad de inagotables raudales luminosos que nos enseñaron a ver, amar, vivir y soñar y brindar una voz de aliento para que nunca muera la esperanza. Ese día memorable, mi mamá había bajado las cajas del “soberao” para armar el pesebre y mi padre, maestro sin igual, nos había dicho que cada quien interviniera acomodando las figuritas según sus preferencias y respetando los espacios: los patos de celuloide en el lago. Las ovejitas, -pequeños vellones de algodón-, cerca al león que las miraba boquiabierto y la zorra extasiada lamiéndose el hocico frente al corral de las gallinas. Los reyes magos con sus regalos. Loan campesinos, los indígenas y los negritos prendidos con sus ranchos al musgo y la choza del Niño Dios como un faro de amor en la colina.
Mi padre comentaba que ese era un buen ejemplo de la diversidad hecha armonía para convivir sin hacerse daño y al final de cuentas el mundo era un pesebre donde cabíamos todos, como en el Arca de Noé, que viajando a saltos en las encrespadas aguas logró la sobrevivencia de las razas, los animales y la naturaleza metiéndose a gatas en un lugar de la casa paterna. Costumbre que seguiría mi esposa Carmen en el nuevo hogar para conservar la inolvidable herencia de la ternura andando por las calles del mundo.
EL DÍA DE LAS VELITAS es el humano calorcito tendido en los andenes. El más anhelado, porque es el comienzo de los encuentros familiares y del vecindario. Es la noche prodigiosa porque al milagro de la luz la noche se vuelve día. El tiempo se trastoca y la tibieza de los cirios se va metiendo por los zaguanes a las casas y acaricia cálidamente a la familia entera. Un maravilloso puente se tiende entre el cielo y la tierra cuando al delirio de los sueños los ángeles bajan y los humanos suben en regocijo espiritual. La VIRGEN INMACULADA, -“bendita entre todas la mujeres”-, se asoma calladita vestida de blanco y azul en un dogma que el mundo cristiano confirma en la sublime ofrenda de las velitas.
De los cerros un tímido vientecillo trataba de apagar las llamas y los niños acunando candorosamente sus manos las defendían como pastorcitos de ensueño del lobo milenario y mis padres acuciosos con la frente inclinada enseñaban a prender las apagadas velas. Era la humildad arrodillada en la fraternidad de las pequeñas cosas.
Popayán era un cocuyo deslumbrante. Desde los quingos de Belén, se extendían por las gradas de cantera las velas encendidas; en la Ermita jugueteaban las llamitas y en las graditas, cerca al río Molino, se veía una alfombra de luminarias titilantes. En los barrios y en los cerros cercanos.
En San Camilo, los vecinos se habían aprovisionado de velas y comida. El ambiente había prendido sentimientos para la celebración de tan hermoso día. Los andenes esperaban relucientes. Ni daban las siete de la noche y ya empezaban a brillar las candelillas, sonar la música navideña y las madres a tender los manteles de colores sobre los cuales se ponían sendas bandejas de hojaldras, rosquillas y buñuelos y los dulces relucientes de riquísimo sabor.
Los vecinos se visitaban con afecto y generosamente intercambiaban platos. Recuerdo que frente a mi casa se había pasado a vivir Canchela, un artesano y reconocido aficionado del fútbol. Allí también vivía un niño, de escasos seis años. Cuando comenzaron a prender las velas se notaba su inquietud…Salía, miraba, entraba y volvía a salir. Observaba su andén ausente de velas, y dirigía sus miradas de interrogaciones infantiles a las casas circundantes. Mi mamá, lo había estado observando y cuando el niño se acercó en silencio a contemplar nuestra hilera de velitas, bondadosa le regaló dos paquetes de velas. El niño feliz agradeció y partió corriendo.
Al ratico salió una joven señora con el niño cogido de una mano y las velas en la otra, se encaminó a mi casa y mi madre, Ana Julia, ¡Oh, divina adivinadora!, antes de cualquier pregunta, dijo acogedora: buenas noches vecina y bienvenida al barrio. Es que yo pensaba…Mi madre, la interrumpió cariñosa y antes de escuchar algún reproche le dijo: yo… se las regalé. El niñito la miró feliz: ¡vio mamá! ¡ vio mamá!, que yo no me las cogí y brincaba en una patica.
Al despedirse, mi madre le obsequió un plato de nochebuena. Al ratico salió Canchela, a duras penas manteniéndose en pie, sin decir palabra nos abrazó emocionado y una leve sonrisa se dibujó en su rostro que ya dejaba correr una furtiva lágrima, que a la luz de las velitas, se iluminó como una estrella de eterna gratitud.
Esa es la vida. MUCHAS VECES LO PEQUEÑO ES LA FELICIDAD Y LA GRATITUD LA MÁS GRANDE RIQUEZA.
ÑAPA: Muy hermosa la iluminación de algunos parques, especialmente el Caldas, don Quijote Los almacenes e infinidad de casas. Que todo sea por Popayán y sus sanas costumbres.