La ballena jorobada, la ballena de aleta y la orca, vienen a las costas de Tromso en Noruega, al inicio del invierno, para alimentarse de los inmensos bancos de pescados o del rico plancton que abunda por estas calendas.
Por Antonio María Alarcón Reyna
A las tres de la mañana supe, que ya no podría dormir en el resto de tiempo que faltaba para abordar el Aurora Explorer. Me encuentro en Tromso, Noruega y estoy a pocas horas de embarcarme en un viaje que me llevará en una excursión por el Mar Artico, a intentar ver las ballenas.
Y digo intentar, porque encontrarlas y verlas nunca es fácil: sucede como con las auroras boreales en esta parte del mundo, es cuestión de mucha suerte. La ballena jorobada, la ballena de aleta y la orca, vienen a las costas de Tromso al inicio del invierno, para alimentarse de los inmensos bancos de pescados o del rico plancton que abunda por estas calendas.

A las nueve de la mañana llegamos al muelle donde está atracado el barco Aurora Explorer, tiene unos 60 metros desde la proa hasta la popa. Es de un color blanco que contrasta con el azul verdoso y cristalino del mar que suavemente lo balancea mientras abordamos. El barco tiene una cabina grande con unos ventanales en madera y vidrios que permiten ver y evitan la brisa y el agua.
Está oscuro, es parte del paisaje por estos meses, pues la luz del día solo aparece solo entre dos y cuatro horas y luego todo es penumbra. Hay tres hileras de sillas confortables en las que caben cómodamente unas 140 personas. En una especie de altillo queda la cabina del capitán del barco. Afuera en cubierta, hay unos corredores con barandas que brindan seguridad a los pasajeros que salen de la cabina a disfrutar de la brisa del mar y a ver las montañas cubiertas de nieve que se levantan imponentes a lado y lado del mar, en una especie de canal por donde nos desplazamos rumbo al norte a nuestra meta de ver las ballenas.
Uno a uno vamos abordando y es la primera vez que siento cómo todos somos tan diferentes: asiáticos, africanos, latinos, europeos… mi grupo está integrado por mi hija Angie, mi nieto Antonio, mi yerno Osito (tiene un nombre islandés impronunciable), mis consuegros Jhon y Aud, y un grupo de compañeros del trabajo de mi hija

Esta ciudad es un epicentro académico y Angie conforma un equipo en biomedicina que trabaja en el área de investigación en antibióticos. De su grupo vienen cinco personas, un portugués, un francés, un italiano, un alemán y un noruego. Es decir, solo en nuestro grupo hay 8 nacionalidades diferentes. Es una manera de contarles que esta ciudad es una amalgama de culturas, razas e idiomas de todas partes del mundo. Son las nueve y media de la mañana y el cielo de color plomizo se ve como una cortina colgada en las penumbras.
Con todos a bordo el barco empieza a salir del muelle, es rápido y va rompiendo la superficie del agua mientras todos nos acomodamos en la cabina. Hay buena calefacción y un ruso empieza a darnos las instrucciones y a explicarnos en qué consiste el paseo que daremos. Todo es en inglés. Intento aguzar mi oído para medio entender lo que está diciendo, en verdad es poco lo que puedo interpretar.

Mi nivel de inglés es mínimo, pero de todos modos capto lo sustancial. Viste una sudadera azul gastada y mientras intento entenderle percibo cierta malicia cuando habla y hace unos chistes (tontos, según mi hija) que no entiendo. Luego nos explica por medio de videos lo que veremos… unas ballenas gigantes que juegan mientras los turistas toman fotos. Crece mi expectativa y me veo en la proa intentando capturar la foto que usaré para esta nota.
En Noruega hay una consigna: no hace frío, hay gente mal vestida. Mi atuendo incluye calzoncillo normal, luego unos calzoncillos de lana que van hasta los tobillos, blue jean y encima un pantalón de caucho. Doble par de medias y unos botines especiales para el invierno. Además, una camiseta térmica, encima otra camiseta manga larga de lana, un buso y una chaqueta impermeable con capucha. Para la cabeza un gorro de lana que cubre las orejas, un cuello de lana y por supuesto unos buenos guantes. Básicamente ese es el equipo necesario si se va a hacer esta aventura o cualquier otra que implique estar sometido a grandes cambios de temperatura.

Luego de unos quince minutos de instrucciones, quedamos listos. Mi hija me explica en forma breve lo que el ruso nos dijo. Serán unas tres horas de viaje a la bahía donde pueden estar las ballenas, haremos un avistamiento de una hora y media y luego retornaremos.
Después de las explicaciones, muchos pasajeros empiezan a pararse y a salir a cubierta. Me pongo mi chaqueta, mis guantes de cuero, mi gorro, abro la puerta y el exterior me recibe con una brisa fría que lastima mi cara. Siento como si ese viento trajera volando alfileres helados que penetran mi rostro. Pero estoy ahí, en la baranda de la proa, de frente al horizonte, intentando ver la suave línea que separa el cielo plomizo con el agua azulosa de este mar dolorosamente frío.

Es como un espacio mágico. Siento un movimiento suave mientras el barco rompe las olas y poco a poco empiezo a disfrutar el frío. Doy una vuelta alrededor del barco esquivando muchos excursionistas que hacen videos y toman fotografías. Aprendo que en los barcos, el lado derecho se llama estribor y el izquierdo babor. Hago mi registro gráfico sin exponer la cámara a esa brisa marina que implacablemente nos azota. Luego de una ronda de unos quince minutos regreso a cabina.
Algo que puede pasar en la excursión, es que las olas del mar empiecen a crecer y terminen produciendo un mareo colectivo. Al momento de abordar todos teníamos el mismo semblante de alegría y tranquilidad, pero a medida que el tiempo pasa y el tamaño de las olas va aumentando, el barco se mueve con más fuerza y empiezo a ver nuevos rostros. Recuerdo que años atrás, en un viaje de Buenaventura a Pianguita, en Colombia, uno de los lancheros que veía la palidez de mi semblante me dijo risueño…
-ay panita… pal mareo hay que tomarse un viche doble cuando te montés en la lancha. Y sí, entre las pocas cosas que pude traer de Colombia, en mis maletas repletas de café tostado, venía una botella de viche, una bebida alcohólica de tipo artesanal típica del Pacífico colombiano, a base del guarapo de caña de azúcar, usada para curar enfermedades, dolor de estómago, parásitos intestinales y con efectos afrodisíacos. Busqué en mi morral y ahí, como amigo fiel, estaba el elixir espirituoso que aprendí a degustar en muchas noches de fiesta, amores contrariados y sonidos de marimbas, tambores y guazás.
-Esta es mi salvación y para eso la traje, le digo a Jhon, mi consuegro, mientras le brindo un trago doble que como buen nórdico se aplica sin arrugar un centímetro de su cara. Le ofrezco a mi yerno, pero me dice que no y finalmente tomo un trago largo, delicioso. Siento su sabor resbalando como un currulao por mi garganta. Con esto seré inmune al mareo.
Salgo de nuevo a cubierta y ya no me da tan fuerte el frio. Me siento en un banquito en la proa y miro a lo lejos mientras siento que las olas van subiendo. Es solo ese inmenso mar y yo en una comunión de soledades, respiro profundo mientras pienso que la vida es excesivamente generosa conmigo por esos hijos maravillosos que día a día me hacen tan feliz…. Pienso lo bello que sería tenerlos junto a mi, abrazados y gozando este momento de maravilloso encuentro con la naturaleza. Pienso en otras personas que amo y con quienes también sería delicioso compartir esta experiencia.
Las olas siguen subiendo luego de dos horas de viaje y el capitán da la orden de regresar a la cabina. Entro de nuevo y tomo 2 tazas de café negro.
El ambiente empieza a cambiar y anuncian por altavoz que si alguien quiere tomar café, agua aromática o te con jengibre para aliviar los síntomas del mal del mar, hay varios dispensadores disponibles en la parte de atrás. La proa del barco empieza a levantarse porque las olas son cada vez más altas. Me ubico en mi asiento y noto como casi todos los viajeros están silenciosos. Una pareja de rubios que está frente a mi silla ya no se abraza amorosamente, sino que cada uno se recuesta en el espaldar de su silla y se aferra con fuerza a la misma. Lo mismo pasa con otra pareja de un tipo mayor con una joven muy hermosa.

A mi lado derecho van dos lindas jovencitas asiáticas que sonríen nerviosas mientras inhalan una fragancia que sutilmente percibo, es una especie de linimento o algo mentolado, contenida en un frasco redondo que aprietan con desesperación. El mar está muy picado, como decimos en Colombia, y las olas son tan fuertes que el agua golpea los ventanales de vidrio. Mi nieto dice que le duele el estómago y empieza a llorar. Un pasajero con tres niños hace maromas para sostenerse de pie mientras ellos desocupan sus estómagos en las bolsas, al igual que muchos de los excursionistas.
El mareo ya es una tragedia colectiva, casi todos miran con desespero las bolsas que sostienen en las manos intentando contenerse. Mi hija trata de calmar al niño sosteniéndolo con una mano y en la otra tiene una bolsa lista para evitar una catástrofe, pero en una sacudida sucede lo inevitable, el niño no resiste más y el contenido de su pequeño estómago va directo al piso de madera salpicando a quienes están cerca. Eso genera un efecto dominó impresionante: en un par de segundos veo a casi todos los excursionistas sacudiéndose en arcadas sobre sus bolsas.
En ese momento, por el altavoz, el capitán del barco anuncia que debido al mal tiempo y a que el mar está casi que indomable, daremos vuelta y no avanzaremos más hacia la bahía donde estarían las ballenas. El barco gira suavemente a estribor cabalgando sobre las aguas alborotadas y en pocos minutos salimos del área de influencia de esas olas y nuevamente el barco se estabiliza y avanza en armonioso movimiento.
Nadie dice nada, todos miran a lado y lado del barco con una sensación de sosiego que casi se puede tocar con la mano. Lo peor ha pasado y el regreso es silencioso. Creo que de los 145 pasajeros solo unos 12 no nos mareamos.
Supongo que a la gran mayoría no le interesa en estos momentos saber que el viaje a ver las ballenas fracasó, que las cámaras de video y los celulares se quedaron listos sin poder capturar un solo recuerdo de una ballena resoplando en el Artico.
Lo único que jamás desaparecerá de sus memorias es que fueron a mar abierto, soportando el frío, pagando un altísimo costo y sufriendo las penurias de un viaje irrepetible, solo a vaciar sus estómagos en unas coquetas y elegantes bolsas. Después de otras dos horas de viaje de regreso vemos el puente voladizo de 1220 metros de largo que comunica las islas de Tromso y Kvaloya y el alivio es mayor.
La risa y alegría con que todos embarcamos ha desaparecido y siento que es como cuando vas de paseo y sucede una tragedia en el viaje. El desembarque es rápido y silencioso. Pienso si alguien querrá reclamar al capitán porque al final pagamos por un plan que no se cumplió y efectivamente un grupo de franceses alterados piden en medio de una agria discusión que les devuelvan su dinero lo cual obviamente no sucede.
Mi hija espera con paciencia al capitán y luego de una charla amistosa y corta hace un nuevo trato con él: nos dará un 50% de descuento si queremos volver a intentarlo. Baja contenta a darnos la noticia pues la estamos esperando en el muelle, pero la cara de la gran mayoría me dice que ese trago amargo no lo repiten…
De todas maneras, yo tengo mi viche listo por si acaso.