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El payanés del morro en Santa  Marta

JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA.

En cierta forma todos somos navegantes de recuerdos antes de las vísperas de los olvidos. Como también navegantes en alas de amores, ilusiones y otros cielos, mares, ciudades y paisajes de ensueño.

Cuando en alguna ocasión visitamos Santa Marta por las calendas de noviembre del año 2003 di con un escrito del escribano, así se daba a conocer, Raffa González Paredes, en el periódico local El Informador donde refería la vida de un payanés, Genaro Sánchez Agredo, “quien por pendejo o tal vez por el amor al mar se convirtió” durante 18 años en “guardafaro”, aclaro, vigilante y manejador del faro del Morro de la hermosa bahía de Santa Marta.

Sin perder su tono payanés había dicho: “nací en Popayán en 1916 lejos del mar, en el apacible valle de Pubenza donde mora la poesía y la melancolía, donde cuenta la leyenda que rondaba y murió el Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra. Eso dicen y repiten mis paisanos… En Popayán todo es fantasía. Fue poblada por conquistadores que además de espada traían a la diestra la pluma. Rara y enigmática combinación…destrucción y creación, así fue mi vida, amor y dolor, risa y llanto…silencio y soledad”…

Continuó: de mi padre, Francisco Sánchez, aprendí albañilería y el sentido humano de la vida, que se completó cuando una vez subiendo por el empinado puente del Humilladero la carretilla que tiraba un flaco jamelgo se me atascó y un señor de capa que salía a mirar atardeceres se detuvo y con voz segura dijo mirando en torno: empujemos la carreta. Surgieron colaboradores y coronamos la cima. Así fue.

Al señor de capa volví a verlo en Popayán por allá en el año de 1920 en el funeral de mi padre…era un poeta, su nombre Guillermo Valencia Castillo, “el maestro Valencia”.

Honrosamente fui policía y deseoso de conocer el mar pedí traslado a la costa caribe y me ubiqué en la isla de Providencia donde entre canciones y rasgar de guitarra enamoré a Ofelia Francisca Archibold Newball, quien no hablaba ni pizca de español y yo menos de inglés, pero todo lo puede el amor y la conquisté entre poesías payanesas, sonrisas y caricias, dijo feliz. Navegué en buques de diferente calado por ganarme unos pesos. Me hice un hombre de mar, que es como decir un hombre completo, pues afronté marejadas, tormentas y desvíos de rutas, que soporté por amor.

Un día prosiguió, próximos a llegar a Santa Marta había una total oscuridad y el capitán sorprendido gritó: ¡el faro está apagado! Mucho cuidado. Al llegar al puerto dijo: Sánchez, como usted hizo el curso de “guardafaro” trasládese al lugar y vea qué pasa. La pequeña edificación era un caos por el abandono. Con 5 fornidos nativos de Taganga, organicé el lugar y puse a funcionar el faro. Los patojos cuando nos empeñamos hacemos de tripas corazón.

De allí en adelante comencé mi vida de pendejo. Ofelia se quedó en la ciudad. Durante un tiempo me entretuve acordándome de mi madre Soledad, pero me empezó a morder la ausencia. Cuando fui a pedir traslado a Santa Marta no hubo respuesta positiva y al comentarle al comandante que yo no quería seguir de pendejo, me contestó: ¿usted piensa perder la pensión? y le respondí: ¿es que usted quiere acaso que me pase igual que a Bolívar que después de recorrer triunfante medio mundo en Santa Marta se jodió? Pero desafortunadamente me tocó seguir los pasos de don Simón y sin Ofelia.

Al tiempo ella me acompañó en esa “loma pelaa” con los niños, un faro de nocturnas luces y nosotros a duras penas alumbrándonos con velas y aguantando un frio nocturno tiembla quijada. Ofelia a media lengua me daba cantaleta que con esfuerzo entendía. Una noche cayó una centella, como en Popayán, que casi nos fulmina y el perro del susto desapareció para siempre. Ese día comprendí que nuestros días en el Morro estaban contados. Menos mal que 18 años se pasan volando, comentó, sobándose las primeras canas.

Pasamos a vivir en la ciudad en el barrio Bastidas pero la unión familiar se marchitó. Las rabias acumuladas y no expresadas salieron a flote y fue cuando Ofelia en su lengua isleña dijo: “toy burrida” y se fue a vivir a otra casa llevándose la nevera y con ella los helados, los jugos y la felicidad.

Cuando salió la crónica en el periódico El Informador al ver la foto de su marido Genaro, Ofelia compasiva decidió llevarle todos los días el almuerzo a “ese Sánchez que lo vi muy viejo”.

 

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