Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.
El acoso sexual es una de las formas más ruines de abuso de poder. Este tipo de violencia busca someter y silenciar a quienes se encuentran en una posición vulnerable, bajo la sombra del control que da el poder. No es solo una agresión física o psicológica, es también un acto de imposición que corrompe las relaciones laborales, políticas y sociales. En Colombia, hemos visto cómo estas situaciones, lejos de resolverse con justicia, parecen enquistarse en las estructuras de poder.
El caso reciente del ex viceministro del Interior, Diego Cancino, señalado por presuntos actos de acoso sexual, ha puesto nuevamente sobre la mesa la urgente necesidad de reflexionar sobre cómo las instituciones enfrentan este tipo de denuncias. Aunque se trata de acusaciones que deben investigarse con el debido proceso, es imposible ignorar el patrón que se repite: las personas en altos cargos continúan en sus posiciones o circulan entre esferas de influencia, sin enfrentar las consecuencias que deberían derivarse de actos tan graves. Esto no solo agrava la impunidad, sino que refuerza la percepción de que el poder político y la justicia no son lo mismo para todos.
El problema no se limita a un caso. En Colombia, son varios los funcionarios que, a pesar de haber sido denunciados por violencia de género, acoso o abuso sexual, siguen ocupando puestos de decisión. Estos casos no son simples incidentes aislados, son el reflejo de una sociedad que, aunque ha avanzado en la creación de marcos legales para la protección de los derechos de las mujeres y las víctimas de violencia de género, aún es incapaz de aplicar estos principios cuando quienes están bajo la lupa son figuras con poder.
Cuando alguien señalado por acoso sexual sigue ejerciendo funciones públicas o en cargos de influencia, el mensaje es claro: la denuncia no basta para que la justicia actúe, y quienes detentan el poder tienen más facilidades para evadir sus responsabilidades. Esto no solo perpetúa la impunidad, sino que deja a las víctimas en una situación de indefensión y revictimización, mientras observan cómo aquellos que las agredieron siguen adelante sin rendir cuentas.
El poder debe servir para transformar realidades, no para abusar de ellas. Pero cuando un sistema protege a quienes son acusados de acoso o abuso, estamos frente a un problema estructural que debilita las bases de la justicia y la equidad. Se convierte en un “club” exclusivo donde los favores y las influencias superan la búsqueda de la verdad y la reparación.
Es inaceptable que en pleno siglo XXI sigamos enfrentando esta realidad. Cada denuncia que no es tratada con la seriedad que merece refuerza un sistema que normaliza el abuso y minimiza las consecuencias de actos tan graves como el acoso sexual. Es crucial que la sociedad, los medios de comunicación y las instituciones ejerzan presión para garantizar que las denuncias sean investigadas con transparencia y sin interferencias, y que quienes cometen estos actos no se escondan detrás del poder.
El acoso sexual no es solo un problema individual, sino un síntoma de una estructura de poder que, cuando no se enfrenta, perpetúa la desigualdad y el abuso. Es momento de romper el silencio, de rechazar enérgicamente este tipo de comportamientos y de exigir que las personas que ostentan cargos públicos respondan por sus acciones. No puede haber más espacio para el “club del acoso”.