Por: Alejandro Zúñiga Bolívar, El Liberal.
El recrudecimiento de la violencia en el Oriente Medio, tristemente familiar para el mundo, nos enfrenta nuevamente a una realidad dolorosa y aplastante: la guerra se ha convertido en una espiral incontrolable que deja relegados todos los intentos de paz. No solo se desvanecen las negociaciones, sino que cualquier justificación de una u otra parte pierde sentido en medio del sufrimiento humano. Al final del día, no importa qué bandera ondee sobre los escombros, las verdaderas víctimas son siempre las mismas: hombres, mujeres y niños, atrapados en un ciclo interminable de destrucción.
Las víctimas no tienen nacionalidad, no responden a bandos ni ideologías; son simplemente seres humanos cuyas vidas han sido arrancadas, cuyas familias han sido deshechas, y cuyos sueños han sido truncados por un conflicto que parece no tener fin. Y, a pesar de todo esto, el mundo sigue siendo un espectador. La tragedia nos conmueve por momentos, pero pronto volvemos a nuestras rutinas, quizás justificando en algún rincón de nuestra mente que “ellos” siempre han vivido así, o que la situación es demasiado compleja para tomar partido. Así, la empatía se diluye en el mar de justificaciones, y el dolor de las víctimas se convierte en ruido de fondo.
Resulta desalentador que, ante la magnitud del sufrimiento, muchas voces prefieran inclinarse por justificar a uno de los bandos, en lugar de levantar la voz contra la barbarie misma. Este ciclo de violencia no puede resolverse a través de la razón de las armas ni de discursos que intenten dar sentido a lo que no lo tiene. La guerra, en todas sus formas, es el fracaso de la humanidad, y cada vida perdida es una prueba irrefutable de ese fracaso.
Solo cuando dejemos de buscar quién tiene la razón en este conflicto, solo cuando soltemos las banderas y los discursos de poder, podremos sintonizarnos con lo verdaderamente esencial: la vida y la paz. Es necesario un cambio profundo en nuestra forma de entender el conflicto, en nuestra capacidad para empatizar con el sufrimiento ajeno, sin importar quién sea o de dónde venga. Solo entonces podremos acercarnos, aunque sea un poco, a la paz que tanto anhelamos pero que, en nuestra ceguera, no logramos construir.