jueves, julio 31, 2025
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Instante infinito

Por: Mónica Mosso

Caminaba hacia la siguiente sala de ese enorme museo, escuchando mis pasos y el inevitable sonido de familias, parejas, amigos y desconocidos yendo y viniendo.

Conversaban acerca de todos los temas imaginables. En medio de lo que alcanzaba a escuchar —y de esa mezcla deliciosa de idiomas que me rodeaba— me sentí más en casa de lo que sería recomendable, si llegaba a perderme.

Hoy, mientras escribo esto, la semana ya se nos escapa entre los dedos.

¿A dónde se fueron los otros tres días?

El tiempo parece esfumarse entre rutinas, pensamientos y pequeñas decisiones que, sin darnos cuenta, moldean cada día. Momentos con nuestras personas amadas, decisiones, proyectos… ya pasaron.

¿A dónde se va el tiempo?

Pareciera que cada año es más corto que el anterior, o eso se suele comentar por costumbre.

Hicimos toda clase de propósitos, promesas, compromisos con otros y con nosotros mismos, que solo el tiempo dirá si conseguimos cumplir.

Es un ritual casi universal: empezamos cada año con la ilusión de una página en blanco, de un nuevo comienzo.

Y ahora, a mitad del año, sabemos que la vida sigue sorprendiéndonos con su imprevisibilidad.

Buscando un momento de calma entre el torbellino de gente que se empujaba para tomar la mejor foto, salí a empujones de esa sala y, sin querer, me encontré en la siguiente.

Por alguna razón desconocida, estaba casi vacía.

Un hombre, de unos treinta años, dibujaba en un rincón.

Al otro lado, una pareja hablaba en mandarín mientras caminaba en silencio.

Y allí, frente a mí, una pintura capturó toda mi atención.

Era una obra de Salvador Dalí.

Los relojes, derretidos y casi orgánicos, desafiaban cualquier noción de estabilidad o permanencia, como si se rindieran a un calor invisible que los transformara en algo irreal.

Me detuve sin darme cuenta, y dejé que mi mirada se perdiera en los detalles.

Las formas fluidas colgando como si fueran tela, el paisaje desolado, los tonos cálidos y fríos que se entremezclaban…

Todo en esa imagen parecía suspender el tiempo, invitarme a quedarme quieta en un instante que no obedecía al calendario.

Y entonces vinieron las preguntas:

¿Qué es, realmente, el tiempo?

¿Es un enemigo que nos arrastra hacia un futuro desconocido, o un aliado que nos permite sanar, aprender y reconstruir?

¿Es un amigo que revela, con paciencia, lo que fue, lo que es y lo que será?

¿Es lineal, como nos enseñaron, o cíclico, volviendo siempre al mismo punto disfrazado de novedad?

¿Es algo que poseemos o algo que simplemente nos atraviesa?

Me pregunté si el tiempo es igual para todos, o si —como han dicho la filosofía y la física— cambia según cómo lo vivimos.

San Agustín pensaba que el tiempo no existe fuera de nosotros, sino dentro:

“El pasado ya no existe, el futuro aún no existe, y el presente es un instante que se desvanece.”

Tal vez vivimos atrapados entre lo que fue y lo que será, mientras lo que es se nos escapa constantemente.

Henri Bergson hablaba de un “tiempo vivido”, una duración subjetiva que no se puede medir con relojes, sino con emociones.

Para él, solo en la conciencia, en la experiencia, en la elección, en la libertad… sentimos verdaderamente el tiempo.

Los griegos distinguían entre Cronos y Kairós:

El primero, el tiempo que avanza; el segundo, el que irrumpe.

Uno se mide, el otro se siente.

Uno organiza, el otro transforma.

Quizás la vida no sucede en el avance de los días, sino en cada uno de los momentos que nos marcan sin obedecer al reloj.

Mientras contemplaba la obra de Dalí, recordé cómo los físicos modernos han desafiado nuestra percepción común del tiempo.

Albert Einstein, con su teoría de la relatividad, mostró que el tiempo no es absoluto; es flexible, dependiente de la velocidad y la gravedad.

Dijo: “La distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión, aunque persistente.”

Una ilusión. Persistente.

Y sin embargo, tan cierta para quienes aman, esperan o extrañan.

Me hizo pensar en el reloj de arena del profesor Slughorn en Harry Potter:

La arena caía más rápido o más lento dependiendo de si las personas se divertían o querían irse cuanto antes.

En la vida real no es tan distinto: un instante puede sentirse eterno cuando estamos en dolor, y quince días pueden pasar volando si los vivimos enamorados.

Aquí, la ilusión no es solo científica: es profundamente psicológica.

Y, por si fuera poco, la física moderna se divierte con nosotros: según la relatividad, el tiempo no pasa igual para todos.

En la famosa paradoja de los gemelos, si uno viaja por el espacio a gran velocidad y el otro se queda en la Tierra, cuando se reencuentran, el viajero ha envejecido menos.

El tiempo le ha pasado más lento.

Este fenómeno ahora lo entendemos un poco mejor gracias a esa bellísima escena en Interstellar, cuando los protagonistas bajan al planeta cercano al agujero negro.

Una hora allí equivale a 10 años en la Tierra. Mientras recogen datos, el tiempo en otro lugar está pasando… en la vida de quienes los esperan.

Y aunque eso era física pura, parecía poesía.

Y si nos vamos a la neurociencia, el presente —ese lugar en el que creemos estar— es una construcción mental con retardo.

Nuestro cerebro procesa lo que ocurre con unos milisegundos de desfase.

Así que cuando creemos vivir el ahora… en realidad ya estamos tarde.

Siempre llegamos con un poco de retraso a todo, incluso a nuestra propia vida.

En el día a día, el pasado nos llama con sus recuerdos, el presente nos exige, y el futuro nos seduce con sus promesas.

Pero si miramos más de cerca, los tres se desmoronan en un ahora perpetuo.

El único lugar donde realmente estamos.

Intentamos atrapar el tiempo con relojes, agendas, calendarios.

Queremos administrarlo, dividirlo, poseerlo.

Pero él se escapa.

Se nos va en los silencios, en las interrupciones, en los momentos en que decidimos detenernos… o no hacerlo.

Frente a la pintura de Dalí, donde los relojes se derretían, esa ilusión se volvió tangible.

No había “antes” ni “después”.

Solo un momento suspendido.

Un ahora raro, que sentí casi sagrado precisamente por esa razón.

Y pensé: un instante es el infinito que tenemos.

Quizás el tiempo no sea una línea ni un círculo.

Quizás sea una ventana.

Un latido que a veces escuchamos… y otras veces no.

Quizás nuestra existencia está intrínsecamente ligada al tiempo porque solo al ser conscientes de nuestra finitud podemos darle significado a la vida.

No porque tengamos todo el tiempo del mundo, sino precisamente porque no lo tenemos.

Y aun así, lo desperdiciamos.

Con una fe casi religiosa en que el mañana nos dará una nueva oportunidad.

Pero ¿cuánto tiempo se nos va esperando el momento ideal?

¿Cuánto en silencios no compartidos, en palabras no dichas, en decisiones postergadas?

El tiempo no solo pasa… también se desperdicia.

Y muchas veces, con elegancia: en la rutina que no cuestionamos, en el miedo que disfrazamos de prudencia, en el amor que no nos atrevemos a habitar.

Tal vez el verdadero pecado no sea la muerte, sino la distracción.

Porque mientras creemos que la vida está “por venir”, ella ya está ocurriendo… sin nosotros.

Y eso —precisamente eso— es lo que lo vuelve tan precioso.

Y lo que más nos atraviesa.

Por eso, quizás, el único gesto verdaderamente valiente sea habitar el tiempo.

Estar en él con todo el cuerpo, con el corazón sin reservas.

Ser, en presente. Sentir sin anestesia. Elegir.

Conectarnos con quien y con lo que tenemos delante, sin perdernos en lo que falta ni en lo que aún no llega.

No para renunciar al pasado o al porvenir, sino para que cada momento tenga el peso de lo que somos y de lo que soñamos ser.

Amar desde la presencia, no como negación del futuro, sino como una forma de construcción desde la conciencia. Después de todo, como sugiere la física cuántica (desde la humilde opinión de esta servidora) el futuro no es una certeza, sino un campo de posibilidades que se va colapsando con nuestras decisiones.

Quizás, solo quizás, podríamos realmente tocar la vida cuando estamos lo bastante presentes para decidir, lúcidos para amar y valientes para no postergar lo esencial.

Y justo cuando esos pensamientos me envolvían, un empujón accidental me sacó del ensueño.

Tropecé —como suele pasarme— y salí de la sala riéndome sola con la feliz certeza de que estaba, al menos por ese instante, justo donde debía estar.

Gracias por tu divino (y finito) tiempo, querido lector. Que ojalá este instante haya valido la pena.

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