sábado, septiembre 13, 2025
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Del luto a la unidad

Juan Pablo Matta Casas

La semana que vivimos no fue una semana cualquiera, fue una que, en medio del dolor y la violencia, nos mostró lo frágil y lo posible. Comenzó, como un golpe abierto a la razón, con el brutal asesinato de Miguel Uribe Turbay, un crimen que estremeció al país y reabrió heridas que creíamos sanadas. Su padre, Miguel Uribe Londoño, en un instante sin lógica donde el luto encontró su voz política, dijo con convicción: “Callaron a Miguel, pero jamás podrán asesinar su propósito”. Ese mensaje, dicho en la Catedral Primada, se convirtió en un eco que desafía al silencio y que urgió a ver en el 2026 “el punto de quiebre para frenar esta locura”.

En Morales, Cauca, dos patrulleros fueron asesinados en pleno casco urbano, víctimas del resurgimiento del plan pistola. Tenían apenas 25 años y cumplían con su deber. El Gobierno ofreció una recompensa de 100 millones de pesos por información, pero el país se quedó mudo de nuevo, consciente de que el dinero no recompone vidas ni restituye la dignidad que ha sido arrebatada.

Y por si no fuera suficiente, estalló un escándalo que parecía lejano, pero estaba más cerca de lo que imaginábamos: Carlos Ramón González, exjefe del Dapre y figura del M‑19, involucrado en la debacle de la UNGRD, se refugió en una residencia diplomática en Nicaragua. Petro, presionado por la indignación, anunció que pediría su entrega. Pero el daño institucional ya estaba hecho; aquel refugio se convirtió en símbolo de impunidad, y la diplomacia, en guarida para corruptos prófugos.

Sin embargo, la violencia política no se detuvo allí. El miércoles 13 de agosto, al caer la tarde, el representante a la Cámara Julio César Triana fue víctima de un atentado con armas de fuego en la vía entre Neiva y La Plata, en Huila. Ocho disparos impactaron su carro blindado. Él, su escolta y un asesor resultaron ilesos, pero el susto fue mayúsculo. El Gobierno evacuó inmediatamente al congresista en helicóptero y el Ejército inició operaciones contra los responsables, presuntamente disidencias de las FARC bajo el mando de “Mi Pez”. Triana denunció que ya había recibido amenazas previas y que su seguridad no había sido reforzada, lo cual reveló, otra vez, la incapacidad del Estado para proteger a quienes están en riesgo por su función pública. Este atentado, pocas horas después del funeral de Uribe, pareció decirnos que la ola de violencia política no entiende de tiempos ni de duelo: ataca cuando menos lo esperamos.

La “mentira progresista”, como algunos la denominan, no es indestructible, pero tampoco está derrotada. Supimos que la tragedia no llega sola: hace estragos en lo colectivo, en la institucionalidad, en la confianza pública. Y que ninguna doctrina sobrevive sin respaldo ciudadano. Hoy, más que nunca, necesitamos unidad. No una unidad fabricada por la revancha, sino por la convicción de proteger una verdad compartida, de honrar a quienes fueron silenciados y de garantizar que no sean otros los que paguen con su vida.

Y es allí, en ese silencio ensordecedor, donde aparece el exvicepresidente Germán Vargas Lleras, que esta semana expresó su preocupación por la creciente inseguridad en el país, especialmente en regiones como el Cauca y el Huila, y llamó a que el Estado recupere presencia real en los territorios olvidados por la violencia. Su mensaje no fue escandaloso, ni cargado de gestos dramáticos, pero fue directo, sobrio y claro: proteger a quienes representan al pueblo no es una opción; es una obligación.

Ese llamado, prolongado en un contexto de tragedia, corrupción y miedo, se convierte en oportunidad. No es la propaganda de nadie, es un reclamo por la institucionalidad, por la vida y por la política entendida como servicio y no como espectáculo. Su declaración nos recuerda que aún hay actores capaces de poner sobre la mesa la necesidad de unidad, de narrativa convincente, de fuerza institucional.

Violencia política, impunidad, caos. Pero esa pequeña voz sobria de Vargas Lleras es la que puede marcar un nuevo ritmo. Si la oposición no se diluye, si se articula sin fanatismos y con visión en 2026, puede hacer que esa semana, tan negra y tan real, sea recordada como el momento de ruptura. Esa posibilidad aún existe. Y defenderla es, acaso, nuestro deber más urgente.

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