Hablemos de Bruno
Por Mónica Mosso
Hay silencios que no se sienten como elección, sino como norma. Lo que no se dice se vuelve parte del paisaje, como si nunca hubiera necesitado ser nombrado. En los vínculos, esto se repite más de lo que quisiéramos: lo que incomoda se calla, lo que duele se esquiva, lo que exige palabra se convierte en hueco. Y sí, podría decir que muchas veces “no se habla de Bruno”… no por magia, sino por miedo. Miedo a desestabilizar, a escuchar al otro, a sostener lo que una vez dicho ya no puede desoírse. Pero desde la alteridad, ese silencio no es neutro: es una forma de retirar al otro del diálogo, de negar su derecho a ser escuchado como un interlocutor legítimo.
Este tipo de silencio se instala como un signo de interrogación y termina por convertirse en interpretación, suposición o herida.
Podemos creer que guardar lo que sentimos es una forma de cuidar o cuidarnos. Pero pocas cosas son tan activas como el silencio cuando hay un otro esperando reconocimiento.
Porque cuando no se nombra, el otro llena el vacío con lo que tiene: con sus miedos, con sus heridas, con sus sesgos.
Y ahí es donde se rompe la alteridad: cuando dejamos de escuchar al otro y empezamos a escucharnos solo a nosotros mismos.
Asumir, suponer, interpretar sin preguntar: formas cotidianas de violencia relacional que muchas veces pasan desapercibidas porque hemos aprendido a convivir con ellas. Nos enseñaron que el silencio es madurez, elegancia emocional, incluso fortaleza. Pero a veces, el silencio es una forma de no hacerse cargo.
De no mirar al otro como sujeto.
De no aprender su lenguaje.
Y sí, en Colombia lo sabemos bien. Como sociedad, hemos vivido los efectos del silencio impuesto, de la palabra que se rompe, del duelo N. N. Hemos pagado con generaciones enteras los costos de no hablar, de asumir que el otro, por ser diferente, es amenaza.
Lo que no se dice se hereda. Se convierte en secreto, en trauma, en norma.
Una forma de fractura de la alteridad a gran escala.
Esa lógica de exclusión también habita lo íntimo. Las familias. Los afectos.
En cada vínculo que se erosiona no por lo que se dijo, sino por lo que nunca se dijo.
Por esas palabras que murieron antes de hacerse sonido.
Este texto nace desde ahí: desde la necesidad de preguntarme qué ocurre cuando el lenguaje no llega a tiempo. Y qué hacemos con los silencios que otros dejaron en nosotros. Las pausas que nos marcaron.
Porque no solo somos lo que hicimos. También somos lo que callamos. Y eso, a veces, deja una marca más profunda que cualquier recuerdo explícito.
El silencio puede ser refugio o herida. Puede proteger del daño o dejar expuesto al malentendido.
No todo lo que se calla desaparece: hay palabras que, al no decirse, se instalan en el cuerpo del otro como una pregunta sin respuesta. Y una pregunta que no se responde, con el tiempo, duele como si fuera rechazo.
Pierre Bourdieu, en su análisis sobre la violencia simbólica, plantea que esta se ejerce con frecuencia “con la complicidad tácita de quienes la padecen”, precisamente porque no se reconoce, no se nombra, no se confronta (Bourdieu, 1999).
Y me pregunto si no sucede lo mismo con ciertos silencios: se nos enseñó a tolerarlos, a interpretarlos como respeto o discreción, pero muchas veces son el terreno fértil del daño que no supimos nombrar.
A nivel estructural, el silencio ha sido herramienta de poder.
En lo íntimo, a veces se calla para no herir. Otras, para no exponerse. Pero siempre que se calla, se deja al otro solo con su imaginación.
Y ahí se rompe, nuevamente, la posibilidad de una relación alteritativa: una que reconozca al otro en su necesidad de sentido.
Recuerdo haber interpretado muchas veces el silencio como desinterés. Como juicio. Como castigo.
Con los años entendí que no siempre era así. Que hay personas que no saben hablar su dolor. Que hay gestos que no llegan a convertirse en palabras, y emociones que no encuentran forma.
Pero también entendí que eso no me protegía del impacto: el silencio duele igual.
A veces más.
Somos seres lingüísticos. No solo comunicamos: somos lenguaje. Y si no aprendemos a traducir nuestras emociones en palabras —por torpes que sean—, el vínculo se deteriora.
Pensamos que basta con “dar señales”, con gestos, con presencias vagas…
Pero el lenguaje humano necesita precisión para evitar que la fantasía lo deforme. Y la alteridad, para existir, necesita palabra. Reconocimiento. Claridad. Coraje.
El que no nombra, deja huecos.
Y esos huecos, tarde o temprano, se llenan de oscuridad y monstruos. Lo no dicho no es neutro. Es activo. Habla en el lugar donde el otro espera una palabra.
Pero si el silencio tiene ese poder —el de marcar, el de deformar, el de romper el vínculo—, entonces también debe haber una forma de repararlo.
Y ahí aparece una pregunta que no es nueva, pero sí urgente:
¿cómo se sana una relación cuando las palabras no llegaron a tiempo?
¿Cómo se restablece la alteridad cuando ya hemos fallado en reconocer al otro?
No basta con sentirlo. No basta con desear que el daño se borre.
En algún punto, necesitamos pasar del silencio al lenguaje.
Y ahí es donde entra el perdón. No como gesto abstracto, sino como acto radical de palabra compartida. Perdonar no es solo un acto emocional. Es también un acto lingüístico.
Para que el perdón tenga lugar, debe haber algo que pueda nombrarse, reconocerse, ponerse sobre la mesa.
Si no hay palabra, no hay cierre.
Y sin cierre, el recuerdo se vuelve herida abierta. Esto, en Colombia, lo sabemos aunque a veces lo neguemos. Nos cuesta pedir perdón porque nos cuesta decir lo que hicimos. O lo que permitimos.
Y sí, “no se habla de Bruno”, hemos convertido lo innombrable en secreto familiar, en vergüenza intergeneracional, en diferencias irreconcilables.
Pero nadie sana desde el tabú. Perdonar, en este país, no puede ser un salto sin lenguaje.
Necesita memoria.
Necesita palabra.
Y sobre todo: necesita alteridad.
Perdonar es, también, aceptar que el otro tiene derecho a saber. A sentir. A entender.
Hablar, entonces, no es solo expresar: es asumir el riesgo de ser comprendido. Y más aún: es aprender el lenguaje del otro. Nombrar no desde uno mismo, sino desde donde el otro pueda recibirlo. Porque en los vínculos afectivos no se trata de imponer sentido, sino de construirlo.
Esa es, quizás, la práctica más radical de la alteridad: no hablar por el otro, sino aprender a hablar con él.
No para llenar un vacío, sino para tejer sentido común.
En un país como el nuestro, donde tantas veces se ha hablado sin escuchar, y donde tantos otros han sido silenciados por no encajar en un lenguaje dominante, este gesto podría ser profundamente transformador.
Porque hablar desde uno mismo es fácil; lo difícil —y lo verdaderamente valiente— es atreverse a habitar el lenguaje del otro sin intentar dominarlo, sin corregirlo, sin suponer.
No elegir el silencio por miedo, sino el aprendizaje por valentía.