Propósitos de año nuevo
El Año Nuevo siempre llega encontrándonos medio atragantados con las 12 uvas de los deseos, los bolsillos llenos de lentejas y el taitapuro mini en versión aesthetic quemándose en su cajita de forma controlada; lo recibimos de manera trascendental con la promesa de que será mejor o, por lo menos, distinto. Más brillante y menos caótico que el anterior. Aunque sabemos que al final será un poco más de lo mismo, seguimos siendo nosotros, al fin y al cabo: un poco más llenos de experiencias, menos ingenuos y, tal vez, si tenemos suerte, más sabios. Nos aferramos a la esperanza de que empezamos un nuevo capítulo como quien sujeta un paraguas en medio de una tormenta: sin mucha lógica, pero con estilo.
Y ahí estamos, repitiendo rituales que combinan superstición, tradición y un toque de humor. Tal vez no sea el año que nos cambiará la vida, pero la ilusión de que podría serlo nos da el impulso necesario para trazar toda una lista de compromisos con nosotros mismos, como si al escribirlos ya estuviéramos un paso más cerca de cumplirlos.
Con esa misma fe contra lo incontrolable que caracteriza la existencia humana y a casi dos semanas vividas de este año, podríamos plantearnos ciertos propósitos para el Año Nuevo. Propósitos que, aunque nacen de nuestras eternas contradicciones y esa ingenuidad casi heroica de creer que podemos domar al caos del día a día, es posible que sean útiles. Quién sabe, tal vez el lector encuentre en este texto alguno lo suficientemente interesante como para hacerlo suyo. O al menos le sirva para reírse un poco de mí y conmigo mientras decide si este año finalmente aprenderá francés, mandarín, a tocar guitarra, empezará a meditar, a ir al gimnasio o simplemente sobrevivirá con elegancia.
Este año, es tiempo de aprender a decir “no,” con la misma facilidad con la que se dice “sí” a otra galleta de chocolate. Pero no hablo de aquellos compromisos que nos llenan y nos inspiran, sino a aquello que no nos mueve, que es como fondos de pantalla en nuestras vidas: bonito de lejos, pero absolutamente inútil de cerca. Porque, seamos honestos, ¿a quién no le apasiona sentir que deja huella a través de su vocación, de su esfuerzo, de lo que ama hacer? Sin embargo, decir “sí” a todo no es heroico, es una receta para el agotamiento disfrazada de buena voluntad. No todo, ni todos, merecen nuestro tiempo. Este año podríamos reservarlo para aquello que realmente queramos hacer, que nos inspire, que nos haga sentir vivos y reír más fuerte. Porque, como decía Simone de Beauvoir, “lo más escandaloso que puede hacer una mujer es vivir exactamente como le plazca,” y también, tal vez, lo más valiente que cualquiera persona pueda hacer.
Así que este año, me declaro libre de excusas, de culpas y, sobre todo, de personas que no aportan nada más que ruido, drama gratuito y la energía de un ventilador descompuesto: mucho escándalo, pero ni una pizca de viento.
También es momento de fallar más. Sí, fallar. Porque la perfección es un asesino silencioso de la creatividad, y los errores son, según Beckett, “otra oportunidad para fallar mejor.” Este año, me propongo tropezar con gracia, reírme de mis caídas y, quién sabe, quizá ahí, sentada en una esquina limpiándome las rodillas y mirando qué tanto se me rompió la ropa, aprenda algo de ellas. Al final, todos tenemos esas caídas que nos sacuden un poco, entre raspones y risas amargas, aprendemos a caminar con más confianza… o al menos a caer con más elegancia.
Por otro lado, ¿Y si hacemos las paces con el tiempo?, podríamos dejar de perseguirlo como si fuera un amante esquivo en una relación tóxica y empezar a tratarlo como lo que realmente es: un compañero de viaje que a veces acelera el paso y otras se queda contemplando el paisaje. “El tiempo es la cosa más valiosa que una persona puede gastar,” decía Diógenes Laercio. Así que este año, lo gastaré en lo que realmente importa: libros buenos, conversaciones profundas y las pequeñas cosas que dan sentido al caos. Nunca más malgastar el tiempo. Al final, quien no valora el tiempo que le damos, tampoco valora la vida que ponemos en sus manos.
Por supuesto, amar más. Porque el amor, es esa fuerza misteriosa que atraviesa tiempo y es lo único capaz de trascender lo tangible y acercarnos a lo divino. Pero amar con cuidado, como quien avanza por un sendero cubierto de hojas secas: atento al crujido bajo los pies, a lo frágil y lo inesperado. Porque la vida no siempre es un poema de Neruda; a veces se parece más a un ensayo de Camus o a una pintura de Bosch: un caos hermoso, retorcido, absurdo pero innegablemente fascinante.
Finalmente, este año podríamos vivir con la intención de encontrarle belleza al desorden. ¿Por qué buscar “arreglar” la vida? Realmente no hay nada que reparar en lo que simplemente es. La vida la quiero así: desbordante, imperfecta, ruidosa, llena de contradicciones y, sí, incluso a veces rota, porque solo a través de las grietas entra la luz. La perfección, con su fachada impecable, es un espejismo que no deja espacio para la sorpresa, el caos o la magia que florece en medio de lo inesperado.
Además, ¿qué podría ser más aburrido que una vida “perfecta,” llena de monotonía y momentos que se repiten como un disco rayado? ¿No preferimos una vida que nos desafíe y nos obligue a improvisar? Tal vez una vida que se sienta como un libro lleno de tachones, notas al margen y páginas arrancadas; no como ese manual pulcro que solo luce bien en su portada, pero que nadie se atreve a abrir sin guantes de látex y un protocolo de sanidad ya que al mínimo toque se puede deshacer.
Y así, entre fallas, risas y momentos de silencio, podríamos prometer no solo sobrevivir este año, sino vivirlo. Porque si hay algo que se siente real, es que el verdadero propósito de la vida no es llegar al final intactos, invencibles e inmaculados sino terminar un poco desordenados, despelucados, con decisiones cuestionables pero grandes anécdotas que contar.
