Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
La resurrección no es un milagro de hace dos mil años, es un milagro que debe ocurrir hoy en cada corazón humano.
Dostoievski
La historia de la humanidad está tejida con hilos de fe. Desde los primeros ritos funerarios en las cavernas hasta las catedrales que desafían el cielo, el ser humano ha buscado respuestas en lo sagrado. La Semana Santa, más allá de su significado religioso, es un espejo que refleja nuestra eterna lucha por dar sentido al dolor, a la muerte y, sobre todo, a la esperanza.
¿Por qué, siglo tras siglo, seguimos conmovidos por esta historia de traición, sacrificio y redención? Porque en ella se condensa la paradoja esencial de nuestra existencia: somos frágiles, pero capaces de lo sublime; efímeros, pero hambrientos de eternidad. Las religiones nacieron, quizás, del miedo a lo desconocido, pero perduran porque responden a un anhelo más profundo: el de trascender.
En todas las culturas, la muerte ha sido un umbral, no un final. Los antiguos egipcios momificaban a sus muertos para viajar al Más Allá; los griegos colocaban una moneda en los labios de los difuntos para pagar a Caronte, el barquero del Hades. Pero el cristianismo introdujo una idea revolucionaria: que la muerte podía ser vencida. La Semana Santa no es solo la conmemoración de un sacrificio, sino la celebración de que el amor es más fuerte que la tumba.
Hoy, en un mundo que intenta domesticar la muerte con tecnología y distracciones, estos días nos obligan a mirarla de frente. Y ahí radica su poder: no en negar el dolor, sino en transformarlo. Como aquellos primeros hombres que enterraban a sus seres queridos con ceremonias, seguimos necesitando rituales que nos recuerden que la vida, incluso en su fin, tiene significado.
Intentar separar el cristianismo de la cultura occidental sería como querer dividir el aire en sus componentes químicos: podríamos hacerlo, pero ya no respiraríamos igual. ¿Cómo entender el arte sin la Pietà de Miguel Ángel, la música sin el Stabat Mater, la literatura sin Dostoyevski o las universidades sin el impulso medieval de las escuelas catedralicias? La Semana Santa, con sus procesiones, su silencio y sus cantos, es un recordatorio de que lo sagrado no habita solo en templos, sino en la forma en que miramos el mundo.
Incluso para quienes no profesan esta fe, estos días invitan a una pausa. En una época de ruido y velocidad, el Viernes Santo nos devuelve al valor del silencio; el Domingo de Resurrección, a la certeza de que, después del invierno, siempre vuelve la primavera.
Vivimos en un tiempo que pretende construir futuro sin memoria, progreso sin raíces. Pero ¿qué queda de una civilización cuando olvida los símbolos que la sostienen? La Semana Santa no es solo patrimonio de los creyentes; es un legado colectivo que habla de culpa y perdón, de caer y levantarse, de que toda noche—por larga que sea—termina al amanecer.
Mientras las procesiones recorren las calles y los fieles cantan Miserere, quizá deberíamos preguntarnos: en nuestro afán por lo nuevo, ¿no estamos dejando atrás algo esencial? Porque, al final, todas las religiones—desde las pirámides hasta el Gólgota—nos han enseñado la misma lección: que el ser humano no vive solo de pan, sino de aquello que le da sentido. Y eso, en Semana Santa o en cualquier día del año, sigue siendo verdad.