Luis Guillermo Jaramillo Echeverri – Universidad del Cauca
A María Camila Ospina A.
La rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
(Alejandra Pizarnik)
Fijar la mirada supone una espera… un no pasar desapercibido a lo que nos acontece. Resistirse a los influjos de lo que se impone, a la velocidad del momento. Inmediatez que se demanda, incluso, en la vida laboral. Cumplir con las exigencias de un pensamiento eficaz y productivo, así se esté en condiciones adversas. Allí la mirada se ajusta, se especializa. Enfoca un modo de estar y proceder sin más detenimiento que el exigido por la rentabilidad y el consumo. El trabajo pensante, académico, es preso de categorías disciplinares que dispersan la mirada y volatizan la atención; agresividad de un mirar discursivo, propio de la sociedad del rendimiento.
Imperialismo laboral que, según Josef Pieper, ha “conquistado todo el territorio del quehacer espiritual, sin excluir los dominios de la educación filosófica, y que todo este ámbito esté sometido a las exigencias exclusivas del mundo del trabajo” (2023, p. 19). A esto le llama el autor proletariado, que no significa ser necesariamente pobre; “el mendigo en el mundo organizado por profesiones no cabe duda que no es proletario. También se puede ser proletario sin ser pobre: el ingeniero, el «especialista» del estado laboral totalitario es sin duda alguna proletario” (p. 51). Desempeñar una actividad laboral no es garantía de realización, a no ser que aborde una dimensión más integral y existente de lo humano.
Por des-gracia se está ante una economía de la atención. La mirada se ha domesticado, pastorea en los terrenos digitales del “me gusta”, del empresarismo, de la ganancia y la utilidad. El trabajo demanda extenuación y rendimiento. Mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos suena impensable… es pérdida de tiempo. Sin embargo, ¿será posible otra mirada al interior de la vida profesional? Para Pieper no es absurdo pensar una vida laboral que implique un conocimiento espiritual, o más bien, un «trabajo del espíritu»; un mirar distinto, una cierta contemplación; vivir una rebelión que pulverice las acostumbradas formas de mirar. Dice este filósofo del ocio:
“¿Qué ocurre cuando nuestros ojos ven una rosa? ¿Qué hacemos en esa ocasión? Al percatarnos de ella y observar su color y su forma, nuestra alma se comporta receptivamente, tomamos, percibimos. Es cierto que somos activos y estamos mirando algo. Pero es un mirar sin tensión, si es que se trata realmente de un intuir auténtico y no de una observación, que consiste ya en medir y calcular (…) intuir, contemplar, es, en cambio, la apertura de los ojos a un mirar receptivo de las cosas que se le ofrecen, que nos penetran sin necesidad de un esfuerzo de captación del observador… es un ver receptivo, «intuición intelectual»” (p. 20).
Contemplación cercana al gozo, a un mirar festivo; maravillarse de un mundo no del todo visto donde aún es posible el asombro. Tener tiempo para ver una rosa –en su aparente inutilidad– y lograr con ello cuestionar la existencia. Se preguntará con admiración Pieper: “¡Quién no habrá alguna vez «visto», al mirar en medio del ajetreo diario de improviso a la cara de su hijo que pregunta, en el mismo momento, que todo lo que existe es bueno, amado y digno de ser amado, amado de Dios!” (p. 250). El mirar de una niña –María Camila– que sorprendió la vida de su madre y que ella nos compartió, como profesora de investigación, a un grupo de estudiantes de posgrado acerca de las “Concepciones de justicia en niños y niñas de comunidades vulnerables”. Recuerdo que he guardado por más de veinte años.
Cuenta la profe-investigadora que se encontraba con su hija en un supermercado. A la entrada del mismo, como suele observarse (no mirarse), estaban personas vendiendo artículos y productos de bajo costo, así como personas pidiendo algo de sustento. Al verlos la niña solicita a su madre dinero; ella con recelo presiente que es para uno de los “mendigos” (no proletarios) que allí se encontraban. Con cierto desacuerdo, más accediendo a la petición, le da unas cuantas monedas.
De manera sorpresiva la niña se acerca a un puesto de flores, compra una rosa, y la regala a una de las mujeres ancianas que tenía la mano extendida. Gesto de amor que arrobó la mirada de la madre frente a la “necesidad” de los otros. Acción que trastocó su pensar hacía un conocimiento espiritual. Pulverizó sus ojos. Dar-se al otro más allá de un sustento económico que, si bien es necesario, también se es merecedor de una dádiva que está por fuera de toda conmiseración y pietismo. Ser parte de un gesto de amor y no solo de un bien material, de una belleza-espiritual que revoluciona la vida.
La niña tocó la mirada de la madre, aprendió a articular materia y espíritu como partes constitutivas del mundo, enlazadas entre sí; donde “quizás lo espiritual no muestre –no revele– su especificidad más que cuando se interrumpe la rutina del ser: en la extrañeza de unos humanos ante los otros, que sin embargo son capaces de una sociedad cuyo vínculo ya no es la integración de las partes en un todo. Quizás el vínculo espiritual resida en la no-indiferencia de unos hombres para con los otros que también se llama amor, pero que no reabsorbe la indiferencia de la extrañeza y que no es posible más que a partir de una palabra o de una orden que viene, a través del rostro humano, de muy alto fuera del mundo” (Levinas, 2002: 117).
Referencias
Levinas, E. (2002). Fuera del sujeto: Caparrós. Esprit
Pieper, J (2023). El ocio y la vida intelectual: Rialp