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Del tiempo y la barbarie

Víctor Paz Otero.

Parece un anacronismo y una paradoja utilizar el concepto de barbarie para designar nuevamente algunos aspectos fundamentales que caracterizan nuestro modo de ser y estar en la historia. Pero dicho concepto que tuvo su esplendor sociológico y filosófico en el marco del siglo XIX latinoamericano, puede servirnos para señalar algunos aspectos trágicos y especialmente violentos para ayudarnos a comprender nuestra confusa y conflictiva relación con la sustancia de nuestro propio tiempo histórico.

¿Cuál es el tiempo real que en la actualidad vive y caracteriza a la sociedad colombiana? ¿Somos verdaderamente contemporáneos del presente? ¿Es el tiempo de nuestra historia un tiempo ilusorio o de artificio? ¿O Somos una sociedad errática en busca de un tiempo verdadero?

Y por supuesto que no se trata de argucias, ni de deleitosos o justificados divertimentos intelectuales jugar con dichas preguntas, sino de interrogantes que son esenciales para la comprensión de nuestra profunda dramaticidad histórica; dramaticidad que de muchas maneras, sin embargo, siempre ha estado al margen de nuestra empírica y precaria interrogación sociológica y política.

La crisis de disolución de la sociedad colombiana podría también leerse como una radical inadecuación entre el tiempo de la cultura y el tiempo de los hombres, como un divorcio que igualmente podría entenderse como una separación angustiosa entre la cultura y la vida.

Por una lado tenemos un inmenso y complejo marco de referencias y representaciones de orden cultural y tecnológico que en lo formal y en lo puramente aparencial le imprimen a nuestra dinámica social el tono y el ritmo de una sociedad que funciona y se alimenta con las expectativas y los valores que son propias de las más avanzadas sociedades contemporáneas. Pero dicho proceso usualmente designado por la jerga sociológica como MODERNIZACIÓN, reviste entre nosotros las características de un fenómeno de superficie y de evidente asimetría. Es fenómeno insuficiente que solo abarca aspectos aparenciales en lo que tiene que ver con los contenidos y las orientaciones que definen la conducta colectiva de una sociedad auténticamente moderna. Por eso mismo tenemos muchas ciudades, que son sin duda elementos configurantes de la modernización y de la modernidad, pero carecemos casi por completo de la que legítamente pudiera llamarse vida urbana. Tenemos ciudades pero no tenemos ciudadanos. De ahí que nuestras ciudades no pasen de ser sino enormes espacios de aglomeración desordenada, simple conjunto de infraestructuras físicas, de incomodidades y de malos servicios, pero en lo real y en lo cotidiano nunca son espacios social o culturalmente definidos, o apropiados como espacios de verdadera y gratificante vida urbana.

Lo mismo acontece en muchos otros ámbitos de la problemática y anarquizada vida colectiva. Tenemos deseos, expectativas, motivaciones y hasta proyectos que nos ubican en un tiempo histórico y cultural distinto al tiempo real y verdadero que define nuestro tiempo existencial, distinto a ese tiempo que impregna y condiciona los supuestos valores morales e instrumentales que son los que en últimas permiten apropiar con plenitud los rituales de la existencia tanto personal como colectiva. Esa modernización sin modernidad que nos ha sido impuesta y que no hemos asimilado como forma de vida social ,ha traído sin duda, de manera evidente y reconocible por todos una impresionante ACELERACIÓN DEL TIEMPO HISTORICO,ACELERACIÓN DE UN TIEMPO QUE ES EXTERNO AL SER HUMANO. Aceleración que se funda en procesos cuyo control básico no nos pertenece. Ese mundo de las cosas y de los hechos cambia mucho más rápidamente que el mundo de las personas y esto necesariamente supone e implica el surgimiento de una especie de caos valorativo. Ese caos valorativo, esa imposibilidad real de armonizar el tiempo interno del hombre, el tiempo de su existencia, con el tiempo de la historia, es en buena parte uno de los componente más activo que hoy alimenta y condiciona nuestro plural proceso de disolución social y hasta moral que prevalece y caracteriza la vida de grandes sectores de población colombiana.

Nos preguntamos con cierta ingenuidad ¿Por qué es que ya no funcionan los controles morales y sociales, aquellos que suponíamos impedían la expansión escalofriante de las conductas delictivas y criminales? Esa conductas, que con otras muchas, hoy, amenazan la supervivencia de nuestra sociedad. La respuesta que nos ha ofrecido nuestra precaria ciencia social no pasa de ser sino una simplificación escalofriante y limitadísima, que por lo general se apoya en las categorías del envejecido análisis marxista.

Es válido, hasta cierto punto, asociar los eventos arrasadores de nuestra nueva e incontenible BARBARIE a los eventos de esa modernización asimétrica e incontrolada, que en el presente estimula el despiadado y salvaje neoliberalismo económico. Neoliberalismo convertido en ideología tecnocrática y absolutista, cuyo objetivo parece ser sacrificar la civilización solo para satisfacer el lucro y el consumo.

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