VÍCTOR PAZ OTERO
El extraordinario y conmovedor evento que se llevó a cabo para darle sepultura al carismático y ejemplar papa Francisco, sin duda, es un hecho que tiene múltiples e impactantes resonancias tanto espirituales como políticas para todos los hombres y para casi todas las naciones del mundo. Con él se demostró que, pese a todo, en la sociedad contemporánea, tan atropellada y ultrajada por las desmesuradas y avasallantes potencias anudadas a la realidad tecnocrática y al inmenso desarrollo de los procesos productivos, las fuerzas del espíritu, en buena parte encarnadas y representadas en antiguos valores religiosos, constituyen todavía un espacio de refugio y de resistencia frente a los procesos que amenazan su disolución definitiva. En dichos valores anida la esperanza y la posibilidad de que la humanidad en su conjunto pueda seguir soñando e imaginando que tanto en la civilización como en la historia se podrá construir un mundo mejor donde se respete y se pueda enriquecer la dignidad de la vida humana.
Pocas veces un acontecimiento tiene la capacidad de convocar a todos los poderes, a todas las religiones, a todas las ideologías y a todas las naciones; pero eso de muchas formas acaba de suceder, en ese acto de esplendor magnifico realizado para honrar la vida y lamentar la muerte de un hombre que supo leer e interpretar con lucidez y total sinceridad la angustia humana contemporánea. Se tuvo la impresión de que asistíamos a un fugaz instante de armoniosa reconciliación entre las diversas y agresivas contradicciones que se escenifican permanentemente en el flujo turbulento y caótico del acontecer histórico. Pero dolorosa y desgraciadamente fue un pasajero e ilusorio momento que se evaporó en la irracional realidad de nuestro mundo.
En el sepelio del papa apareció, más que todo para hacer mucho más visible y comentada su irritante prepotencia imperialista, el presidente Trump, quien pretende querer ser el nuevo conductor y orientador de la sorprendida sociedad planetaria. Apoyado e inflado en su propia y perversa egolatría, piensa que ser el presidente de los Estados unidos le concede y lo faculta para ejercer un poder que desborda los limites nacionales para proyectarse por todo el orbe. En su delirio enfermizo también se siente elegido por la providencia para conducir a su nación y, de paso al mundo entero, a un estado de poder, felicidad y riqueza hasta ahora nunca alcanzado ni conocido en los anales de la historia humana. Un sueño loco, pero abiertamente desorbitado y peligroso, puesto que esa presidencia le permite manejar recursos económicos y especialmente recursos bélicos con la capacidad de asegurar la aniquilación de la vida sobre el planeta tierra.
Como contrata y como resulta de irónico y hasta de surrealista comparar la presencia excitada he histriónica de míster Trump con la presencia ya silenciada pero potencializada en su mensaje y en sus múltiples significados, con la presencia extraordinaria y nunca muerta del papa Francisco.
Podría uno valorar y comparar las abismales diferencias que caracterizan a estos dos seres humanos, que para bien o para mal, significan para millones de habitantes de la tierra, referentes de orientación y hasta modelos conceptuales para construir una visión acerca de la relación de los propios seres humanos con sus semejantes.
Por un lado, comparemos al constructor de muros con el constructor de puentes. Metáfora bien sencilla y explicita para aproximarse a los contenidos del liderazgo que estos dos reconocidos personajes han ejercido en la historia reciente.
El que construye muros es un ser que menosprecia a muchos otros seres humanos, que los estigmatiza como enemigos o como criminales; alguien que privilegia la exclusión y la discriminación del otro; alguien que considera que nunca será posible ni la igualdad ni la solidaridad con otros muchos seres humanos, alguien que niega y abomina de los principios fundamentales del cristianismo y también del credo democrático. Alguien que valora más la razón de las armas que el arma de la razón. Partidarios de la xenofobia y del racismo. Estos “muralistas” prefieren casi siempre que la fuerza sustituya al dialogo.
Es grande y sugestivo el poder esclarecedor y explicativo de la metáfora del muro y del puente. Son muchas las deducciones que se pueden obtener de su análisis. Con elegancia y diplomacia uno de los cardenales que pronunció un discurso como despedida al papa francisco recordó, estando presente Trump, que Francisco fue un hombre que construía puentes y que nunca se le ocurriría edificar muros. ¿Habrá entendido la nueva bestia rubia el profundo mensaje político que deja sembrado en el corazón del mundo el papa que se expresaba como un santo?