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Una nota sobre Beethoven

Víctor Paz Otero

Su música es sorda, Para oírla, hay que aumentar el volumen del silencio. Ser humano extraño. De una profundidad abisal y abismal que lo obligó a descender a las entrañas del silencio y del dolor más puro para percibir las imágenes de una sinfonía alocada e intuida en el vacío.

Hizo posible que la música conjugara en sus lenguajes la más intensa expresión de lo que existe como caos -y nunca como cosmos- en el corazón del hombre.

Con él la música se hizo hombre y habitó entre nosotros e impregnó nuestras células de un sentido abscóndito que a veces duele y sangra, pero que siempre acaba exaltando nuestra existencia a lo sublime, a lo que está más allá de nosotros mismos.

Artista por definición. Genio que supo elevar y mantener la visión de su hacer en una nueva dignidad. Arrancó la música de las cortes y la liberó de su oficio de ser un frívolo ornamento de una época aristocratizante para situarla en el corazón del hombre universal. Reconcilió la música con su esencia verdadera y le enseñó los grandes estremecimientos que agitan como una tempestad de asombros las intuiciones del ser frente a lo vivo.

Vida dolorosa y atormentada. Agobiada por indecibles miserias emocionales, por grandes catástrofes del espíritu. Por desamores y falsas ilusiones que le hicieron sangrar el ser en cada nota. Vida Ornamentada de insufribles y plurales neurosis que lo tornaron huraño, agresivo, belicoso, irritable, grosero, descuidado. Auténticas galas de exquisitofrénico que le hacían virtualmente imposible la convivencia con los mezquinos y perfumados mortales de su tiempo, que conocían el aseo, la seda, la danza, pero que desconocían las maravillas exaltadas de la creación artistica.

Provenía de los delirios del vino. Su abuelo, un holandés que no amaba los tulipanes, fue músico y maestro de capilla, pero acabó vendiendo vinos y llenó la atmósfera familiar de la nostalgia y la veneración por los sonidos sutiles del clavecín y por las ofrendas hilarantes a favor de Baco. Su padre, entre la música y el vino, prefería lo último y torturó al hijo para que en él naciera del dolor y de todas las privaciones el sentido profundo y liberador de una música que expresara en el alma las más intensas y profundas emociones. Lo logró. Beethoven pagó con su música el dolor de no haber sido nunca niño o de no haber sido nunca hombre, sino un encadenado a buscar en el sufrimiento un sonido perfecto y caóticamente armonioso que nos permitiese comprender la magnitud enloquecida de los grandes silencios de donde nace la música.

Pasó por la vida como por una oscura sucesión de agravios. Algunos famosos de la época los miraron con desdén y displicencia. El y presuntuoso Goethe no entendió ni de lejos lo que pudo haber significado sentir el aleteo del genio al alcance de la mano. El quebrantado Mozart no le prestó mucha atención, sólo tenía ojos y nostalgia para llorar el esplendor de su infancia envilecida por los aplausos cortesanos.

Las Lorchen, las Magdalenas, las Maries, las Teresas, las Bettinas solo fueron esquivas sombras fugitivas que dilataron los claros de su luna y no lo amaron nunca.

Condenado al gran silencio, escuchó la gran música de todo el universo. Soñó y parió la orquestación arrebatada de sus deslumbrantes sinfonías como catedrales de prodigio que iluminarian las sombrías avenidas de los siglos por venir. Y, sobre todo, creó la arquitectura asombrada y asombrosa de sus soberbios cuartetos, que es lo mejor que hasta ahora ha escuchado Dios como premio a su esfuerzo inaudito por haber él creado el mundo.

Fue como una figura shakespeareana, un Rey Lear. Un solitario ensimismado. La melancolía vistió con tristezas inauditas su tragedia de ser genio, hasta que un día de marzo de 1827 se cansó de la insoportable miseria de ser hombre y se fue con su música a otra parte.

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