domingo, noviembre 30, 2025
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Tierra de nadie

Por: Juan Cristóbal Zambrano López.

El Cauca se ha convertido en “tierra de nadie” porque el Estado se retiró, las disidencias imponen su ley y la población vive entre el abandono y el miedo.

Aquí no hay presencia real del Estado, únicamente se ve un poco en épocas electorales, por eso, no es sorpresa la presencia de Senadores, candidatos presidenciales, y hasta de la misma Vicepresidenta, que después de tres años y dos meses, recordó a su comunidad.

El Cauca se acostumbró al sonido de las explosiones y al silencio del Estado.

El departamento se convirtió en tierra de nadie, donde la vida vale poco, y el poder se disputa a bala.

Aquí los uniformes cambian, pero las balas son las mismas. Los gobiernos pasan, pero la ausencia del Estado sigue intacta. Las comunidades viven entre el miedo y el olvido, y pareciera que al país ya no le duele lo que aquí pasa.

El Cauca se ha vuelto un territorio donde el Estado solo aparece en los titulares o en las visitas relámpago de sus funcionarios. Un día llegan los ministros, posan para la foto, prometen inversión y seguridad, y a la semana siguiente las comunidades vuelven a quedar solas, contando los muertos y rezando para que la violencia no toque su puerta. Aquí la institucionalidad no vive, solo visita.

Hay pueblos donde el himno nacional se canta entre el eco de los disparos, donde las escuelas funcionan a medias y los hospitales sobreviven con lo poco que tienen. La gente ya no pide mucho: pide poder salir sin miedo, poder trabajar sin extorsión, poder criar a sus hijos sin tener que enseñarles a agacharse cuando se escuchan tiros. Ese es el verdadero rostro del abandono.

Mientras en Bogotá discuten acuerdos, en el Cauca se entierran inocentes cada semana. Mientras se habla de paz total, los campesinos caminan por trochas que parecen campos minados. Y mientras algunos celebran los “diálogos territoriales”, las comunidades siguen pidiendo lo mismo de siempre: presencia real, no discursos.

En muchos municipios, la ley la imponen las armas, no la justicia. Hay zonas donde la Policía no entra y donde el Ejército patrulla sin poder patrullar. Los grupos ilegales se mueven con más libertad que las propias autoridades, y la población termina atrapada en un conflicto que ya parece infinito. Los líderes sociales que se atreven a hablar son amenazados o silenciados. Los que callan, sobreviven.

El abandono también se siente en lo cotidiano. En las carreteras destruidas que aíslan veredas enteras, en las escuelas donde los niños aprenden en ruinas, en los hospitales donde falta todo menos el dolor. Cada puente caído y cada vía sin terminar son símbolos de un Estado que promete mucho y cumple poco. Porque el olvido también mata, solo que lo hace más despacio.

Y es que el Cauca no solo está en guerra con los fusiles: también con la indiferencia. Aquí no solo se pelea por territorio, sino por atención. El Estado invierte millones en discursos, pero migajas en soluciones. La presencia institucional no puede seguir siendo un operativo militar o una rueda de prensa; tiene que sentirse en la educación, en la salud, en el empleo, en la esperanza.

Mientras tanto, los caucanos seguimos resistiendo. Lo hacen con dignidad, cultivando, estudiando, emprendiendo, aún cuando todo parece estar en contra. Pero resistir no debería ser una obligación: debería ser una elección. Y sin embargo, aquí se ha convertido en el único modo de vida posible.

El abandono no se soluciona con visitas, sino con voluntad. La paz no se decreta desde Bogotá, se construye donde la guerra no ha terminado.

Hoy, somos Tierra de nadie, no por la falta de coterráneos, sino por la falta de gobierno. Bogotá, Antioquia, Valle del Cauca y el eje cafetero no valen más que el Cauca; no porque seamos superiores, sino porque en una república, nadie está por encima de nadie, todos los nacidos en este territorio nacional tenemos los mismos derechos. No es posible pensar que un niño nacido en el Cauca sea visto como un “pobrecito” mientras uno nacido en Bogotá sea “afortunado”.

El Cauca no necesita lástima, necesita decisiones. No quiere discursos, quiere Estado. Que el país nos mire no con compasión, sino con compromiso. Porque aunque hoy parezca tierra de nadie, sigue siendo tierra de gente que no se rinde: del campesino que viaja seis horas hasta la capital del departamento para ofrecer sus productos; del taxista que se despierta a las cuatro de la mañana para llevar comida a su mesa; de la mujer que alista a sus hijos con la esperanza de que, a diferencia de ella, puedan recibir la educación que no tuvo; y hasta del joven que hoy con profunda tristeza escribe esta columna con la esperanza de que su tierra vuelva a ser considerada.

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