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Reflexiones sobre la desigualdad y la búsqueda de un cambio consciente

Por Elkin Franz Quintero Cuéllar

No busques mayor riqueza, sino un placer más simple; no una mayor fortuna,

sino una felicidad más profunda.

Mahatma Gandhi.

A pesar de los diálogos y las treguas aparentes, Colombia —y el mundo en general— se debate en una revolución silenciosa, una lucha entre la pobreza y la riqueza que trasciende lo material para adentrarse en lo epistemológico y lo espiritual. Los pobres, condenados por una idea malversada de su condición, cargan con una historia de miseria y necesidad, perpetuada no solo por estructuras económicas, sino también por narrativas culturales y espirituales que justifican su sufrimiento. Mientras tanto, los ricos reciben señales desde los altos estrados que los invitan a mantener su posición, consolidando un sistema que beneficia a unos pocos a expensas de muchos.

Este fenómeno no es nuevo, pero su persistencia nos obliga a preguntarnos: ¿qué define realmente la pobreza y la riqueza? ¿Son condiciones materiales, o son construcciones sociales y psicológicas? Para abordar esta cuestión, es necesario recurrir a la filosofía, que desde hace siglos ha intentado desentrañar la naturaleza de estos conceptos.

El filósofo latino Séneca, en sus Epístolas morales a Lucilio, expuso una idea que sigue siendo relevante hoy:

No es pobre el que menos tiene, sino el que desea más. Ni rico el que más tiene, sino el que menos ambiciona. El que quiere vivir conforme a la naturaleza jamás será pobre. El que vive atento al qué dirán, jamás será rico. La naturaleza exige muy poco; la opinión del mundo, muchísimo. Aquel goza perfectamente de sus riquezas, que para nada las necesita (Séneca, Ep. II, 5).

Esta perspectiva nos invita a cuestionar la epistemología de la pobreza y la riqueza. ¿Acaso estas categorías son objetivas, o son el resultado de una construcción social que perpetúa la desigualdad? Séneca, en su Epístola LXXXVII, define los bienes como “lo que es útil” y, por tanto, no debe ser perjudicial. Critica a aquellos filósofos que consideran bien todo aquello que mueve el deseo o el impulso del alma, pues muchas de esas cosas pueden ser dañinas para quienes las desean. En cambio, afirma que “el bien es lo que mueve hacia sí el impulso del alma con arreglo a la naturaleza, y así debe desearse cuando empieza a ser deseable” (Séneca, Ep. LXXXVII, 36).

Este planteamiento nos lleva a un debate epistemológico más profundo: ¿qué es lo “deseable” en una sociedad marcada por la desigualdad? ¿Quién define lo que es útil o perjudicial? En el caso de Colombia, y de muchas otras naciones latinoamericanas, la respuesta parece estar en manos de una élite que ha construido un sistema donde la riqueza se concentra en pocas manos, sean de izquierda, derecha o centro, mientras la pobreza se justifica como un destino inevitable.

Me niego a creer que quienes perpetúan este sistema lo hagan por convicción espiritual o por seguir un mandato divino. Más bien, estoy convencido de que actúan para alimentar su ego, aumentar su influencia y asegurar sus privilegios, manteniéndose en pedestales de oro y escarlata. Aclaro: no estoy diciendo que ser pobre sea malo, sino que la pobreza impuesta y sistémica es una injusticia que debemos erradicar.

Para lograrlo, es necesario replantear nuestras bases epistemológicas. Invito a aclarar este enunciado para dar sentido a nuestra vida y a nuestras acciones futuras, basándonos en la razón y no en la pasión. Solo así podremos guiar nuestra existencia hacia un rumbo más justo, donde aquellos que se enriquecen a costa de la ilusión de los pobres recuerden que sus discursos y gestos ya no convencerán a nadie, por más vulnerable que sea.

Vivimos en una era dominada por el “qué dirán”, donde se busca lo fácil y rápido, evitando el esfuerzo y el sacrificio. Muchos dejan de hacer cosas maravillosas para el crecimiento personal y comunitario, obsesionados con el bien individual. Cambiar estos paradigmas no es fácil, pero es urgente. Para lograrlo, necesitamos crear conciencia de un hombre nuevo: alguien con una visión clara de la vida, el amor, la convivencia y todo lo que es honesto y sincero para la supervivencia en la tierra. Este hombre será el fruto de una educación de calidad, algo que, lamentablemente, el sistema actual no ofrece (Freire, 1970).

Hoy, esta tarea puede parecer ardua, pero no es imposible. El cambio está en nuestras manos, no en las de otros. Aprendamos a afrontar la realidad, a ser sabios para reconocer nuestros errores y a tomar responsabilidad. Este es el inicio del cambio.

Referencias

Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Editorial Paz e Terra.

Séneca, L. A. (1998). Epístolas morales a Lucilio. Editorial Gredos.

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