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Ocres territoriales de papel

Luis Guillermo Jaramillo Echeverri – Universidad del Cauca

El pensamiento tiene su geografía. Las ideas se articulan a un orden geo-referencial. Se comunican desde un lugar que da con-texto a los enunciados. El conocimiento se ubica en la sensibilidad de un cuerpo-vivido como lugar de orientación; esto lo hace universal. Desde él toda idea es posible; ellas brillan, se expresan con prestigio por el peso que soporta la existencia. Exteriorizar un pensamiento es dar cuenta de un mundo material a partir de una gramática y un lenguaje que no deja de ser íntimo; siempre se parte de un mundo vital.

Las comunidades escolares comunican mucho de este pensamiento encarnado. Existencia-escolar inscrita en la pizarra de la vida. Tejidos de voces y saberes colectivos; memorias instaladas que anuncian un conocimiento instituido que no deja de ser particular. Los objetos y recursos de la escuela son nombrados desde una cultura; nombres que se incorporan (dan cuerpo) con lo acontecido del lugar. Así se gesta un pensamiento-sensible que da sentido a las enseñanzas que se imparten en la escuela. Un maestro –quien enseñó por años en el corazón del Macizo Colombiano– nos narra una historia que nos permite pensar en ese dar con-texto a los textos inscritos en la biografía escolar.

Hace unos 30 años la guerrilla que operaba en la zona marcó trazos en la historia de la escuela. En esta región las montañas dejan ver tímidamente caminos por donde transita el flujo de los escolares, pero también el flujo de una violencia que las comunidades no iniciaron y menos sienten como suya. Se acostumbraron a ver pasar –en lo estrecho del camino– todo tipo de carros, camiones y furgones robados en las carreteras que conectan con la ciudad. Algunos eran abandonados al no poder pasar por las dificultades del terreno… o porque ya no eran necesarios para los fines de una absurda guerra.

En medio del dolor y la tristeza ocasionada por el conflicto armado, cuenta el maestro una anécdota acerca de un tracto-camión dejado en las inmediaciones del corregimiento de Llacuanas, cerca al municipio de Almaguer (Cauca). Habían desenganchado la plataforma o planchón, quizás porque solo les era útil la cabina para desplazarse. El hecho se hizo memorable por la carga que este transportaba: grandes rollos de papel color marrón.

En principio, por el temor que generan las huellas del conflicto, nadie se acercó. Sin embargo, maestros de escuelas aledañas empezaron a tomar el papel… primero un pedazo, luego un poco más. Cortaban pequeños rollos que servían para graficar los contenidos impartidos en la escuela. Cómo no hacerlo frente a la necesidad de insumos para elaborar materiales didácticos y apoyar con ello su enseñanza. Así hicieron también los estudiantes de la Escuela Normal Superior Santa Clara. Utilizaban el papel para sus prácticas en la escuela anexa y otras cercanas al sector. Poco a poco el papel fue acuñado con el nombre de “papel guerrilla”.

Con el tiempo los grandes rollos se fueron acabando. El papel se agotó en la medida que se desenrollaban las ideas y contenidos de las clases. Este se había convertido en el recurso primordial para apoyar explicaciones y hacerse entender en el aula; también para la elaboración de carteleras informativas, pegar avisos sobre reuniones, celebraciones especiales e izadas de bandera. Asimismo, dio soporte a horarios y cronogramas, a la vez que sirvió de base para la elaboración de disfraces y demás expresiones donde el papel no podía faltar.

Al final quedó la plataforma del tracto-camión vacía… un día también desapareció, sin más. El papel quedó aquí y allá, convertido en carteleras de sumas y restas, mapas y ríos, letras dibujadas y nombres donde se contaban historias de los “héroes” de la patria. Este fue un medio para materializar ideas, y el planchón de carga una historia más de las que se cuentan en la región. Ante la ausencia del anhelado papel marrón, la Normal de Almaguer comisionó un grupo de estudiantes para comprarlo en la ciudad de Popayán.

Llegaron a una papelería grande preguntando por el “papel guerrilla”. El desconcierto de la vendedora no se hizo esperar. ¿Cómo así que “papel guerrilla”?, preguntó. Las estudiantes le explican que es un papel color tierra envuelto en forma de rollo que parece no tener fin por su extensión y que sirve para hacer carteleras en su colegio. La vendedora les muestra varios tipos de papel hasta que reconocen en medio de los estantes el que buscaban… es el papel kraft: papel de textura terrosa que varía entre amarillos y rojos donde el marrón es el más conocido en toda la gama de ocres existentes.

Comúnmente las instituciones escolares dan al papel kraft y similares múltiples usos, en tanto se puede comprar en volumen y es de bajo costo. Sobre él confluyen ideas que quedan plasmadas en un material que parece inspirado en la tierra –por su color y aspecto–. Es llevado bajo el brazo de estudiantes y maestros para extender su decir, siendo testigo de aprendizajes donde se entrelazan retazos de palabras, mapas políticos e historias maciceñas. Papel-textura que se pliega y da volumen al mundo. El mismo que también sirve para envolver lo delicado, lo que no se puede quebrar. A través de este se presenta un mundo para el otro.

Papel rebautizado en la singularidad de una existencia colectiva que nos recuerda los hilos y conflictos que se tejen en el azar geo-estacionario de la vida. Papel-historia que cubre la fragilidad de una comunidad escolar donde se escribe la geografía de un pensamiento que anuncia los recorridos, desdichas y esperanzas del Macizo Colombiano.

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