Víctor Paz Otero
Considerada en abstracto y omitiendo toda consideración sobre los verdaderos significados e implicaciones que tiene todo hecho político, el pacifismo, o la posición pacifista, parece una opción moral y filosófica no solamente positiva sino deseable para todas las comunidades humanas. Es más, el pacifismo está rodeado de una aureola casi de prestigio sagrado. Ofrecer la mejilla izquierda cuando ha sido ultrajada la mejilla derecha. Oponer resistencia al mal y a la violencia, son parte de ese credo inocente y venerable con el cual el pacifismo ha pretendido siempre estar de acuerdo. Así mismo, en abstracto, los oficiantes del pacifismo parecen encarnar uno de los más bellos y utópicos anhelos colectivos de la especie humana: el supremo valor de la armonía y de la paz como normal reguladora de la convivencia humana.
Los grandes y reconocidos pacifistas de la historia, tal vez un Gandhi, tal vez un Roman Roland, posiblemente también un León Tolstoi o un Tomás Mann y también muchos de los papas católicos, se nos antojan, mirados en perspectiva, como grandes y respetables santones de una ética, que tal vez en su momento no tenía ningún sólido ni verdadero fundamento político. Ellos serían la expresión de la sensatez humana siempre y cuando no existiera la insensatez humana. Pues anhelar una paz en abstracto es como anhelar un mundo sin enfermedad o sin recurrir a las drogas que puedan eliminarla.
La paz, antes que un deseo, es una construcción histórica y cultural. No es un valor moral que se instaura en la historia por obra de los dioses o por gracia de la providencia. La paz, por el contrario, es una compleja arquitectura en cuya elaboración intervienen de manera deliberada y consciente muchos grupos y muchos esfuerzos humanos, esfuerzo en los que las más de las veces y de manera paradojal intervienen la fuerza, la violencia o la codicia. Ese deseo, o ese anhelo colectivo sería susceptible de materializarse en la sociedad siempre y cuando cada uno de los hombres considerara consensualmente que la paz es el bien máximo y el estado ideal para solucionar los conflictos y las dificultades que surgen de esa misma convivencia entre los humanos.
¿Pero de qué le sirve ser pacificas a las ovejas cuando son agredidas por el rebaño de los lobos? Ningún lobo, por su esencia, su instinto o naturaleza, dejaría de un lado el apetito carnívoro para poder complacer la supuesta ternura de la inocente oveja. La fábula es elemental, pero de una fuerza y de una lógica impecable e implacable. Sin embargo, a veces de esa simplicidad se alimentan intrincadas formulaciones teóricas y políticas, o fórmulas como aquella de que para merecer la paz hay que ganar la guerra.
En Colombia y desde hace muchísimos años la irracionalidad de muchos violentos, que hasta han sido designados como “perros rabiosos”, está conduciendo a un punto crítico y doloroso, como es el de suponer que solo haciendo una guerra verdadera y efectiva tendremos derecho a Mercer una paz ambigua o transitoria.
Confieso, por supuesto, que siempre he tenido veleidades pacifistas y que por principios éticos y estéticos abomino de la violencia como mecanismo de la acción política. Pero el pacifismo no se nos puede convertir en un idiotismo, en una cómoda y cómplice complacencia con quien de manera radical, perversa y sanguinaria niegan toda posibilidad a la construcción de la paz por medio de un diálogo generoso, constructivo e inteligente.
También desde hace muchos años, muchos colombianos nos enfrentamos a ese verdadero y trágico dilema tanto moral como político y existencial, que necesariamente impone tomar una posición pública o privada frente a la opción de la paz o de la guerra. Pero bien mirada las cosas en nuestro caso se puede tratar de un falso dilema, pues la guerra no se haría para obtener una torva victoria sobre un principio ideológico o frente a una opción política diferente, sino frente a la irracionalidad despiadada del crimen, frente a una poderosa organización delincuencia que balbucea rudimentarios elementos de una ideología carcomida por la historia y que solo se usa para disfrazar el delito y la barbarie asesina.
Víctor Paz Otero
Popayán, 13 de noviembre de 2024




