Por: Juan Pablo Matta Casas
El sistema de salud colombiano atraviesa una de las peores crisis de las últimas décadas. Miles de ciudadanos, especialmente aquellos que padecen enfermedades crónicas, han sido condenados a deambular por farmacias desabastecidas, a hacer filas interminables o, en el peor de los casos, a resignarse ante la imposibilidad de acceder a los medicamentos que literalmente les mantienen con vida. Esta tragedia, lejos de ser un evento fortuito o producto exclusivo de factores externos como la escasez global de insumos, es en buena medida responsabilidad directa del Gobierno Nacional, que, en su afán por reformar estructuralmente el sistema de salud, ha optado por una ruta de choque, altamente improvisada y profundamente perjudicial para millones de colombianos.
La intervención de EPS como Sanitas y Nueva EPS ha sido presentada por el Gobierno como una medida de salvamento frente a presuntas fallas administrativas, acumulación de deudas y violaciones reiteradas a los derechos de los usuarios. Sin embargo, lo que en el discurso oficial se ha revestido de un manto técnico y legal, en la práctica ha resultado ser una jugada precipitada, sin la preparación operativa y financiera necesaria para asumir las consecuencias de desarticular la red logística y asistencial que las EPS intervenidas venían sosteniendo —con todas sus falencias— para más de 10 millones de usuarios.
La intervención no solo no resolvió los problemas estructurales del sistema, sino que los agravó. La Superintendencia de Salud tomó el control de estas entidades sin contar con un plan logístico claro para asegurar la continuidad en la cadena de suministro de medicamentos. Las bodegas colapsaron, la relación con los proveedores se deterioró, las deudas se multiplicaron, y lo más grave es el drama de los pacientes que acampan frente a los dispensarios, las denuncias de personas con enfermedades huérfanas a quienes se les niegan tratamientos vitales, y los informes de insulina acumulada en bodegas mientras los pacientes diabéticos entran en crisis, son apenas la punta del iceberg.
Desde una perspectiva política, lo ocurrido refleja la creciente desconexión entre las decisiones del Ejecutivo y la realidad del ciudadano de a pie. El Gobierno ha insistido en que la salud debe dejar de ser un negocio, que hay que eliminar la intermediación financiera, y que las EPS deben convertirse en meras gestoras del servicio. Esa es una discusión legítima, pero lo que no puede admitirse es que, en nombre de una reforma que aún no ha sido aprobada por el Congreso, se hayan tomado decisiones que desmantelan la capacidad operativa del sistema sin tener listo un modelo alternativo, funcional y sostenible. Es la antítesis de la planeación pública: desmontar el puente mientras el río sigue corriendo.
Más aún, el argumento de que las EPS no cumplían con los indicadores financieros mínimos no puede ser excusa para sumir a millones en la incertidumbre. Si verdaderamente se trataba de una emergencia sanitaria o de un riesgo inminente, la solución no podía limitarse a una simple intervención administrativa sin una transición articulada. ¿Dónde están las mesas de concertación con clínicas, hospitales, asociaciones médicas y usuarios? ¿Dónde está el fondo de contingencia para evitar la ruptura en la entrega de medicamentos? ¿Cómo se justifica que el Gobierno haya decidido implementar la reforma “sin esperar al Congreso”, como lo anunció el presidente Petro, mientras el caos se apodera de los puntos de atención?
Es evidente que la crisis no nació únicamente con este Gobierno, pero sí es suya la responsabilidad de haberla profundizado con medidas erráticas, falta de diálogo y un desprecio preocupante por la institucionalidad democrática, sin embargo, hoy, miles de colombianos no pueden esperar a que el experimento gubernamental funcione.
Ojalá el Gobierno entienda, antes de que sea demasiado tarde, que no se transforma el sistema de salud destruyendo su columna vertebral sin haber construido el reemplazo. Porque en este caso, el remedio que propuso el Gobierno no solo ha sido peor que la enfermedad: ha sido una receta peligrosa, sin fórmula ni dosis, administrada al paciente más vulnerable de todos… el pueblo colombiano, sin duda alguna ahora si nos están matando.