Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
Adoro la calle en que nos vimos
La noche cuando nos conocimos
Adoro las cosas que me dices
Nuestros ratos felices los adoro, vida mía.
Adoro. Armando Manzanero.
Vivimos en tiempos donde el éxito y la fama se han convertido en falsos dioses que nuestra cultura venera con fervor. ¿En qué momento dejamos de valorar el arte y comenzamos a idolatrar el éxito rápido, sin importar el mensaje o la calidad detrás de él? Hoy, la sociedad levanta altares a figuras de rápida ascensión, personajes cuya única carta de presentación es el dinero, y los convierte en modelos para las nuevas generaciones. Poco importa lo que canten, escriban o digan, siempre que sus palabras vengan envueltas en lujo y promesas de éxito instantáneo. Pero ¿qué queda de auténtico en esa fama construida a base de ilusiones fugaces? ¿Dónde quedaron las creaciones profundas, esos libros y canciones que surgen del dolor, de la belleza o de la soledad, y que languidecen al margen, ignorados?
La canción +57 es un ejemplo de esta distorsión cultural. Su popularidad parece basarse menos en un mensaje genuino o en una exploración emocional, y más en la apología de comportamientos cuestionables y en la exaltación de lo vulgar. ¿Cómo hemos llegado a aceptar que esas letras llenas de vacíos, que glorifican el poder rápido y sin sustancia, sean más escuchadas y deseadas que las canciones que nos hablan de amor, de sueños y de la lucha por un mundo mejor? ¿Quién puede negar que contenido como el de +57 desafía los valores y la integridad de nuestros jóvenes, esos mismos que alguna vez soñaron con ser personas de bien?
Parece que esta cultura traqueta, que idolatra el dinero fácil y el poder violento, se ha infiltrado en el ADN de nuestra sociedad, moldeando los gustos de nuestra juventud. Las letras de canciones como +57 no ofrecen reflexión ni esperanza, solo una visión distorsionada de la vida, donde los valores han sido reemplazados por placeres momentáneos y metas vacías. La industria musical, en su afán de obtener ganancias, promueve éxitos fugaces que aportan poco a la conciencia social y mucho al consumo vacío. Mientras tanto, los verdaderos artistas, aquellos que en el pasado daban voz a las emociones humanas más universales, son reemplazados por figuras que ven en la música una herramienta rápida para ganar dinero, sin compromiso con la cultura o la dignidad de sus oyentes.
Nos encontramos ante una encrucijada cultural y ética. Estamos permitiendo que estos “artistas” instrumentalicen a nuestra niñez y juventud, convirtiéndolos en consumidores de una visión distorsionada del mundo. ¿Hasta cuándo seguiremos enriqueciéndolos? ¿Hasta cuándo continuaremos apoyando a personajes que desconocen el valor de la vida y ven a las personas como simples medios para sus fines egoístas? Nuestra juventud merece más. Merece encontrar en la música y en el arte un refugio, un espacio para crecer, no un pozo de banalidades y obscenidades.
Es aquí donde surgen los verdaderos artistas, aquellos que se congregan para transformar, no para degradar. Artistas que utilizaron su voz y su fama para promover la paz y la unidad, para denunciar injusticias, y para unir a millones bajo un mismo mensaje de amor y responsabilidad social. Ellos y ellas no veían la música solo como una herramienta para enriquecerse, sino como un medio para despertar la conciencia, para sanar las heridas de un mundo dividido. Conscientes de que la fama lleva consigo una responsabilidad, estos artistas sabían que el verdadero arte no se limita a entretener; busca inspirar, desafiar y transformar.
Sin embargo, resulta alarmante que cuando la sociedad exige responsabilidad, muchos de estos nuevos “ídolos” responden con cinismo, refugiándose en un lenguaje vulgar que declara que su única misión es entretener o que “la música no es moral,” un argumento tan superficial como las mismas letras que producen. El arte genuino, en cambio, nunca ha eludido el compromiso social; siempre ha sido una plataforma para desafiar lo establecido y dar voz a causas justas. Urge recordar que los verdaderos artistas saben que su voz tiene peso y eligen usarla para hablar de la vida, de la dignidad y del valor del ser humano.
Es inevitable recordar aquí a los verdaderos poetas de la canción, artistas que aportaron algo profundo a la cultura y que no necesitaban mensajes vulgares para resonar en el corazón de sus oyentes. Chayanne, con canciones como “Tiempo de vals,” nos regaló la esencia de un amor joven y sincero. Alejandro Sanz, en su famoso “Corazón partío,” abordaba la tristeza con profundidad y humanidad, dándonos un retrato sincero de la vulnerabilidad en el amor. Los Panchos, en sus boleros inmortales, cantaban al amor eterno y al dolor de una forma poética, recordándonos que el sufrimiento y la alegría forman parte de la vida.
También pienso en Armando Manzanero, que en “Contigo aprendí” transmitió la belleza del amor adulto, maduro y respetuoso. Julio Iglesias, con su “La vida sigue igual,” reflexionó sobre la perseverancia ante la adversidad, recordándonos que el éxito material no es el único objetivo en la vida. Camilo Sesto, en “Vivir así es morir de amor,” exploró la intensidad y el desasosiego en el amor, brindando consuelo a quienes han sufrido el desencanto de una relación. Estos artistas buscaban conectar con las emociones más profundas de quienes los escuchaban, creando canciones que resonaban con honestidad, respeto y una búsqueda genuina de algo mayor. Desafío a que los nuevos exponentes de la música urbana reflexionen sobre el legado que están dejando.
Es tiempo de decir “NO MÁS.” Dejemos de enriquecer a estos personajes que no tienen nada valioso que ofrecer a nuestra juventud. Como sociedad, tenemos la responsabilidad de recuperar la esencia de la música y del arte, devolviéndoles su sentido original como refugio y guía para nuestras emociones. Que nuestras elecciones de consumo cultural fomenten el respeto y el valor de la vida. La juventud necesita ejemplos de vida auténticos, y debemos asumir el compromiso de presentárselos.
Que las canciones de nuestros tiempos sean algo más que una sucesión de ritmos pegajosos y mensajes vacíos. Que, en vez de seguir las huellas de una fama vacía y fugaz, busquen resonar en la eternidad, como aquellas voces inolvidables que aún tocan el alma. No permitamos que el legado que dejemos sea uno de superficialidad y vulgaridad. Porque, al final, somos los guardianes de las generaciones que vendrán y de los valores que queremos que perduren.