María Camila Ordóñez Montenegro
La gestación subrogada, más conocida en Colombia como “vientres de alquiler”, es una práctica en la que una mujer acepta mediante un contrato (legal o informal) llevar un embarazo para otra persona o pareja que, desde el inicio, será reconocida como la madre o el padre del bebé. Aunque en algunos casos se presenta como un acto de altruismo entre familiares o personas cercanas, en la gran mayoría de situaciones, sobre todo a nivel internacional, se trata de un acuerdo comercial que involucra grandes sumas de dinero y redes intermediarias que funcionan como agencias de subrogación. Esta práctica no es otra cosa que la instrumentalización del cuerpo de las mujeres con fines reproductivos, bajo una lógica de mercado.
Desde el feminismo abolicionista se denuncia que la gestación subrogada transforma la capacidad reproductiva de las mujeres en una mercancía, y sus cuerpos en contenedores disponibles al mejor postor. ¿Puede hablarse de “decisión libre” cuando esta se toma entre gestar un hijo para otros o no tener cómo alimentar a los propios?, la respuesta es NO, sobre todo cuando el radar mercantilista se posiciona sobre países con índices altos de vulnerabilidad y mujeres con economías frágiles. Se aborda este tema como una “decisión”, pasando por alto que el patriarcado ya ha colonizado el cuerpo de las mujeres, y ahora el capitalismo se encarga de ponerle precio.
A este escenario se suman casos aún más alarmantes, como el descubierto reciente en Georgia, donde una red transnacional de trata de personas operaba una llamada “granja de óvulos”, en la que cerca de 100 mujeres tailandesas eran explotadas sistemáticamente. Engañadas con promesas de empleo fueron trasladadas a Georgia, donde les confiscaron los pasaportes, las amenazaron con arrestos y las sometieron a tratamientos hormonales forzados para extraer la mayor cantidad posible de óvulos, los cuales eran vendidos en mercados ilegales. Vivían confinadas, tratadas “como ganado”, algunas sólo lograron escapar al pagar por su libertad. (El Espectador, 2025). Este caso evidencia que en un sistema que convierte los cuerpos en recurso comercial, el paso de la legalidad a la esclavitud es tan breve como invisible. La trata y la explotación reproductiva, lejos de ser fenómenos aislados, son consecuencias directas de un modelo que permite que el deseo de unos se imponga brutalmente sobre los derechos de otros.
En Colombia, actualmente existen iniciativas legislativas que buscan regular la gestación subrogada, bajo el argumento de brindar seguridad jurídica y garantizar derechos tanto a los contratantes como a las gestantes. Aun así, detrás de ese aparente marco de legalidad, se oculta o ignora una peligrosa legitimación de la desigualdad estructural que atravesamos como país. En una sociedad donde según el DNP-2023 la pobreza monetaria alcanza un 33%, donde las mujeres, en especial las rurales, indígenas, afrodescendientes y desplazadas enfrentan mayores niveles de precarización, y donde los derechos sexuales y reproductivos son sistemáticamente vulnerados, legalizar la gestación subrogada significaría institucionalizar una nueva forma de explotación.
La legalización de prácticas basadas en la desigualdad no las hace éticas ni justas; solo las vuelve parte del sistema. En Colombia, una ley que permita alquilar úteros no protegería a las mujeres pobres, protegería a quienes pueden pagar. En lugar de ofrecer alternativas de vida dignas, el Estado cedería ante la lógica del mercado, permitiendo que la pobreza siga siendo el motor de prácticas profundamente violentas. Este tipo de propuestas legislativas no eliminan el problema; lo normalizan.
Uno de los aspectos más perversos de esta práctica es cómo se la reviste de un discurso sentimental y aparentemente feminista. Se habla de “solidaridad”, de “decisiones libres” y de “empoderamiento”, cuando en realidad se trata de relaciones marcadas por asimetrías de poder y de clase por supuesto. Detrás de ese barniz emotivo, lo que hay es una relación de compra-venta de capacidad reproductiva.
El polémico caso Chimamanda Ngozi demuestra que el privilegio de clase puede, en determinados contextos, imponerse incluso sobre las opresiones estructurales de raza y género. Al revelarse que tuvo gemelos mediante gestación subrogada, abrió un debate tan necesario como incómodo. Chimamanda es una referente fundamental del feminismo negro, admirada por denunciar la opresión patriarcal y colonial que viven las mujeres africanas y racializadas. En este caso, su capacidad económica le permitió acceder a un servicio que, con alta probabilidad, implicó que otra mujer sin su misma visibilidad, y seguramente con menos recursos cediera su cuerpo para cumplir el deseo de maternidad de una escritora que necesitaba “seguir siendo productiva”.
Como ha señalado Angela Davis, “No basta con ser oprimida para ser radical. El privilegio puede transformar a las víctimas del sistema en sus cómplices”. Chimamanda no actuó desde la marginalidad, sino desde el acceso. Y eso nos recuerda que el feminismo no puede construirse desde arriba. El feminismo que ignora las realidades de las mujeres explotadas, el feminismo que compra cuerpos mientras predica sororidad, no es liberador, es funcional al mercado. No se puede hablar de justicia mientras se silencian las voces de quienes gestan para otras.
El cuerpo de la mujer no es un objeto de consumo ni un espacio de negociación. Es un territorio político. En un mundo donde todo puede comprarse (la tierra, el tiempo, la salud), el cuerpo femenino parece ser la última frontera por conquistar. Por eso, el capitalismo necesita redefinir el embarazo como un “servicio”, al igual que redefinió el sexo como una “transacción”. Pero como bien afirma Silvia Federici: “El cuerpo de la mujer es la última barrera del capitalismo”. Y es ahí donde tenemos que resistir.
Aceptar la gestación subrogada es aceptar que el deseo de tener un hijo vale más que el derecho a no ser explotada. Es aceptar que unas mujeres pueden usar a otras como incubadoras a cambio de dinero. Es renunciar a la idea de que la maternidad debe ser libre, deseada y vivida desde la dignidad. Los invito a mirar con lentes críticos una práctica que se presenta como moderna, progresista y humanitaria, pero que en el fondo reproduce las peores lógicas del patriarcado y del neoliberalismo. No todo deseo es un derecho. Y ningún derecho debe construirse sobre la opresión de otras.
Vélez, J. (2025). “Granjas de óvulos”: mujeres tailandesas, explotadas en red de trata de personas. El Espectador. “Granjas de óvulos”: mujeres tailandesas, explotadas en red de trata de personas | EL ESPECTADOR