(Miranda, 1943 / Popayán, 2025)
Por Donaldo Mendoza
Mi apellido y el del médico Léider Vergara Mendoza es mera coincidencia, el de él es del norte del Cauca y el mío del sur de La Guajira. Lo conocí en 1977 cuando me vinculé a un grupo de estudio organizado por tres compañeras: Luz Helena Cajiao de Cohen, Yolanda Latorre de Villa (q.e.p.d.) y Margarita Escobar de Vergara. La casa de Margarita era con frecuencia el punto de reunión. Los cuatro estudiábamos Literatura y Lengua española en la Universidad del Cauca.
Con el médico Léider Vergara, quien por esas calendas era director del Servicio de Salud del Cauca, fue surgiendo una amistad que con el tiempo mutó en lazos de familia. Al grado que Margarita es la madrina de mi hija mayor, y con mi hijo menor la llaman tía. Con el médico las conversaciones siempre tomaban el camino de la música, en donde él era un coleccionista de casi todos los géneros, y yo un primario conocedor de vallenatos.
Esa afición incesante por la música fue su salvación cuando le llegó la hora del retiro. Dado que a su pasión por la música le sumó un interés inusitado por la jardinería, y se especializó en el cultivo y cuidado de los anturios. No quiso ser un jardinero corriente, se empeñó en buscar el mayor número de especies, y en ese propósito indagaba en qué lugar había este o aquel color de flor, traía la planta y la adaptaba a las condiciones climáticas, tipo de suelo y el abono adecuado. Por esa vía su vida se iba llenando de nuevos sentidos y de un estado de plenitud espiritual, que sabía compartir con las personas amigas que visitábamos su hogar.
En una ocasión le pregunté por algún recuerdo grato en su ejercicio de la medicina. Su rostro se volvió expresivo y los ojos tomaron más brillo: “A principios de la década del setenta se me ocurrió una locura (por los riesgos que representaba): llevar la cura científica de la tuberculosis a una comunidad indígena. Enfrenté la resistencia hostil de médicos ancestrales que rechazaban mi ‘cura civilizada’. Me llevó tiempo y amenazas, pero no renuncié a mi propósito…”. El final feliz fue que la comunidad vio el efecto eficaz de las vacunas y la conveniencia de implementar nuevos métodos de higiene. Nunca hizo alarde de esa conquista, fue suficiente el íntimo premio nobel recibido, por salvar muchas vidas.
No supe, y tampoco le pregunté, si ese estado de serenidad y paz interior que supo mantener cuando la enfermedad comenzó a incomodarlo venía de un conocimiento a fondo de los estoicos o de una particular resiliencia. Mi actitud fue seguirle la corriente, y decirles aparte a Margarita y a Juan Fernando que esa actitud alentaba la vida y desaparecía las dolencias. Seguirle la corriente… era entrar con él al estudio, en donde me mostraba el último programa que su hijo Mario Andrés, ingeniero electrónico, le había traído de Suecia para pasar acetatos a cd, mejorando al ciento por ciento el sonido, borrando todas las asperezas.
Yo diría que el doctor Léider Orlando Vergara Mendoza descubrió un método para ser feliz, y con ese equipaje se fue a la eternidad. Un abrazo fraterno a toda su familia.