Por Julián Caicedo
En un país que ha contado la historia entre cifras de muertos, masacres, desplazamientos y desigualdad, hablar de felicidad puede parecer un lujo o una ingenuidad. Sin embargo, quizás sea la conversación más urgente y profundamente política que debamos tener hoy en Colombia, y particularmente en el Cauca.
¿Qué significa ser feliz en un territorio que, aunque rebosante de belleza y diversidad, ha estado marcado por la violencia y el abandono institucional? ¿Cómo se defiende la alegría cuando el miedo parece tener raíces profundas en nuestras montañas, en nuestros barrios, en nuestros recuerdos? ¿Es entonces la felicidad una evasión? No, es una exigencia, es un derecho. Y también, una decisión política.
En los últimos años, hemos visto cómo los discursos de desarrollo se llenan de cifras, megaproyectos e indicadores de competitividad. Pero olvidamos que detrás de cada número hay una vida. Y que la verdadera medida del desarrollo es si las personas pueden dormir sin miedo, si los niños pueden jugar en los parques, si los jóvenes pueden soñar sin tener que irse. En el Cauca, donde conviven el conflicto armado, la riqueza cultural, la pobreza estructural y la resistencia social, la felicidad es un acto de resistencia.
La política pública no puede seguir tratando la felicidad como una consecuencia colateral del crecimiento económico. Debe ser un propósito explícito. Y no hablo de “programas de bienestar” decorativos. Hablo de decisiones estructurales: seguridad con enfoque humano, educación con propósito, salud mental comunitaria, arte y cultura como pilares de convivencia. Hablo de reconocer que el país necesita sanar. Y para sanar, necesitamos espacios colectivos de alegría.
Desde la mirada del análisis político, es evidente que el modelo de Estado centrado en la seguridad militarizada y en el extractivismo ha fracasado en garantizar la felicidad de los pueblos. Mientras se invierten billones en armamento, las familias siguen esperando un hospital, un colegio digno, una oportunidad. La coyuntura actual nos obliga a preguntarnos si seguimos apostándole a la represión como forma de control, o si nos atrevemos a construir paz con justicia emocional.
Porque sí, la justicia también es emocional. Es saber que tu dolor importa. Que tu historia cuenta. Que no estás solo. Y eso, en términos de política pública, se traduce en presencia real del Estado, en funcionarios que escuchen, en líderes que abracen en vez de estigmatizar, en territorios donde ser diferente no sea una condena.
Los últimos informes del DANE y del Departamento Nacional de Planeación han intentado medir la felicidad en Colombia a través del Índice de Bienestar Subjetivo. Y los resultados son reveladores: los departamentos con mayores niveles de pobreza y violencia reportan los niveles más bajos de satisfacción vital. ¿No es eso suficiente para reorientar nuestras prioridades políticas?
En el Cauca, más del 50% de la población vive en condiciones de pobreza multidimensional. Pero más allá de los datos, la vida cotidiana está llena de obstáculos emocionales: el duelo no sanado, la rabia heredada, la desesperanza aprendida. Por eso, las políticas de salud mental no pueden seguir siendo marginales. Deben ser centrales en el nuevo contrato social que necesitamos construir.
Y es aquí donde la felicidad adquiere un rostro profundamente político. Porque construir felicidad colectiva no es repartir sonrisas vacías, sino garantizar condiciones de vida dignas, construir comunidad, sembrar confianza, recuperar los espacios públicos, devolverle sentido a lo cotidiano. Es ver a un joven que, en vez de empuñar un arma, toma una guitarra o empieza un emprendimiento. Es ver a una madre que ya no llora por miedo a perder a sus hijos. Es ver a un barrio que baila junto en una tarima improvisada, sin miedo.
Necesitamos que la política vuelva a ser humana. Que los gobernantes hablen de amor sin miedo al ridículo. Que los presupuestos se piensen desde la empatía. Que las universidades enseñen sobre bienestar emocional y ciudadanía. Que la sociedad entienda que el placer no es pecado, sino derecho. Y que el Estado, ese gigante frío y burocrático, aprenda a mirar con ternura.
Esto no es utopía. Es una necesidad. La paz no se decreta: se construye en la confianza, en la alegría compartida, en la certeza de que vivir vale la pena.
Hoy quiero invitar a nuestros gobernantes, a los líderes sociales, a los ciudadanos comunes, a diseñar el Cauca del futuro desde la ternura, no desde la represión. Desde el goce, no desde el miedo. Porque si hay algo más subversivo que la guerra, es la felicidad colectiva, porque a veces, en medio de tanto dolor, el acto más revolucionario es atreverse a sonreír.