La violencia de la que es víctima nuestro país, no es el fracaso de un proceso, sino el rugido de una bestia acorralada.
En las sombras de la economía global, entre los brillantes rascacielos de Wall Street y los despachos pulidos de Silicon Valley, se esconde un monstruo que mueve $40.000 millones al año solo en Estados Unidos. No es el whisky, ni el café, ni siquiera McDonald’s. Es la cocaína, un negocio tan lucrativo como mortal e invisible. Un mercado que, desde nuestras hermosas montañas colombianas hasta las calles de Miami, ha tejido una red de poder capaz de comprar ejércitos, silenciar gobiernos y convertir la corrupción en moneda de cambio..
En Colombia lo sabemos bien. Durante décadas, el Estado bailó y brindo con whiskey con este perverso monstruo. Por supuesto que han existido exepciones, miembros de la clase política que le dieron la espalda, como Luis Carlos Galán, asesinado por intentar enfrentarlo. Otros, en cambio, le ofrecieron la mano: narco registros de aviones cargados de muerte con el silencio cómplice, acusaciones de lavado de activos en bancos de gran reputación como el grupo AVAL , generales que cobraban en dólares por mirar hacia otro lado. Era la connivencia, un pacto donde la “paz” se medía en silencios comprados y territorios cedidos. El Cauca, Nariño, el Catatumbo y el Choco, abandonados por el Estado, se convirtieron en feudos de fusiles y grandes extensiones de coca se convirtieron en la única opción de miles de familias campesinas,. La violencia, aunque latente, no hacía tanto ruido.
Pero todo cambió cuando este gobierno decidió dejar de bailar. La Paz Total no llegó con banderas blancas, sino con una apuesta radical: expulsar a las mafias que usan la cocaína como pasaporte hacia el poder. Por primera vez, un presidente habló claro: no habrá tregua con quienes trafican con la vida. Se removieron generales encharcados de sospechas, se rompió el récord de incautación con más de 730 toneladas de cocaína en un año, se persiguieron capos que antes dormían tranquilos. Y el monstruo, herido en su orgullo y su bolsillo, respondió como sabe hacerlo: con terror.
La escalada de violencia en el país no obedece a la inacción del Estado, Es la furia de un negocio que pierde sus rutas, sus aliados, su impunidad. Es el costo de romper un pacto que durante años vendió estabilidad a cambio de complicidad. Los mismos que ayer acusaban a Petro de “maniatar” a las fuerzas armadas, hoy callan ante un ejército que por fin gana un salario digno, que persigue a cabecillas en lugar de Campesinos y que opera sin jefes que vendían operativos como mercancía.
Claro, es fácil mirar el fuego y culpar a quien intenta apagarlo. Decir que “con Duque estábamos mejor” es olvidar que su gobierno dejó 100.000 familias con las matas de coca arrancadas y ninguna alternativa, que permitió que los grupos armados reconquistaran territorios como reinos medievales. Es ignorar que la violencia de hoy se incubó en la omisión de ayer, en la paz ficticia de quien prefería negociar con el gigantesco mounstruo antes que verlo enfurecer.
Pero hay algo más profundo en esta tormenta mediática, violencia e intereses electorales. La escalada de violencia no es el fracaso de la Paz Total: es su prueba de fuego. Cada ataque, cada amenaza, cada declaración de guerra de las mafias confirma que el Estado está tocando sus arterias financieras. Y aunque el camino duele, aunque los titulares gritan caos, hay una verdad incómoda que resiste: la única paz posible es la que se construye sin pactar con el narcotráfico, pero que cuida, protege y ofrece soluciones económicas y sociales a las comunidades que por tantas décadas han sido la principal víctima.
Al final, este relato no es nuevo en la historia del mundo, Es la misma historia que vivió Estados Unidos cuando prohibió el alcohol: mafias crecieron, ciudades ardieron, hasta que entendieron que solo la legalización quita poder a los criminales. Petro lo ha dicho con crudeza: “El narcotráfico no se derrota con balas”. Mientras tanto, en Colombia persistirá el dilema: seguir enterrando a la juventud en el círculo vicioso de la criminalidad o admitir que, tras décadas de guerra, es hora de quitarle el monopolio a quienes con la muerte hicieron negocios y compraron a Colombia.
La Paz Total no es el final. Es el primer capítulo de un libro que otros no se atrevieron a abrir. Y aunque algunos insisten en mancharla con sangre las páginas, al menos esta vez tenemos la oportunidad para que la historia no se escriba con la pluma de los cómplices.