Juan Pablo Matta Casas
El presidente, con la solemnidad de un predicador iluminado, anunció en Nueva York que abriría un ejército de voluntarios para liberar Gaza. La escena parecía sacada de una novela mal escrita: el mandatario, marchando al lado de un viejo músico de rock, prometiendo epopeyas en tierras lejanas mientras su propio país se ahoga en problemas elementales.
Uno no sabía si estaba ante un acto de gobierno o ante una puesta en escena de teatro estudiantil. Porque ¿qué otra cosa es invitar a los colombianos a enlistarse en una guerra externa, en pleno siglo XXI, que una mascarada ridícula? El gesto fue tan grotesco que parecía un guiño involuntario a las viejas brigadas internacionales de la Guerra Civil Española, pero en versión tropical, sin sindicatos ni escritores, solo con un presidente empeñado en disfrazar la improvisación de épica.
La farsa no se detuvo ahí. Mientras las naciones debatían en la ONU sobre la tragedia de Gaza, él se montaba en un tablado callejero, rodeado de banderas y consignas, para lanzar su convocatoria de guerreros. Y como siempre, con esa convicción mesiánica de que Colombia, país en crisis de orden público, será la vanguardia de un nuevo orden mundial. El mundo entero lleva décadas intentando resolver Medio Oriente sin éxito, pero bastará con un formulario de Google y una lista de voluntarios criollos para conseguirlo.
La pregunta que queda flotando es tan obvia que duele: ¿dónde se van a inscribir los héroes de la expedición? ¿En una oficina del Ministerio de Defensa que no logra tener los helicópteros en funcionamiento? ¿En la Cancillería, donde un pasaporte puede tardar meses? ¿O en una ventanilla improvisada, al lado de las quejas ciudadanas por falta de soluciones? La imagen es patética: ciudadanos de a pie anotándose para ir a una guerra ajena, mientras la burocracia colombiana se cae a pedazos.
Todo esto ocurre, además, en el preciso momento en que el Congreso discute la ratificación de la convención contra el reclutamiento de mercenarios. Ironías de la vida: mientras se intenta cerrar la puerta para que los colombianos dejen de ser carne de cañón en conflictos ajenos, el presidente se dedica a abrirla de par en par con discursos de barricada.
El eco internacional fue de desconcierto. No hubo comunicados solemnes ni editoriales sesudos: apenas la risa discreta de quienes entienden que se trata de retórica barata. Porque nadie, absolutamente nadie, en la arena global, cree en la capacidad del Presidente de Colombia para liderar una fuerza internacional en Gaza. Lo que sí creen es en nuestra infinita capacidad de hacer el ridículo, y en eso el presidente nunca defrauda.
Mientras se soñaba con ejércitos voluntarios en Medio Oriente, los colombianos seguíamos atrapados en la pesadilla cotidiana: secuestros, bloqueos, desempleo, hospitales quebrados, maestros en paro. El país real, ese que sangra todos los días, quedó relegado a segundo plano para que el presidente jugara a ser caudillo internacional.
En el fondo, no se trata de solidaridad con Palestina. Se trata de frivolidad y de irresponsabilidad. Porque la solidaridad se construye con la exigencia de la liberación de los ciudadanos de Israel que están secuestrados, con condenas para los terroristas de Hamas, con diplomacia seria, con ayuda concreta. Lo demás es espectáculo, es teatro, es un presidente que confunde el estrado de Naciones Unidas con un escenario musical y a su propio pueblo con figurantes de una epopeya inventada.
Petro es el capitán del barco, que viendo cómo el agua entra a chorros por la sala de máquinas, decide organizar brigadas para salvar a otro navío en el horizonte. El gesto, heroico en apariencia, no es más que el colmo de la inconsciencia. Y es ahí donde la burla se convierte en tragedia: en un país que necesita autoridad, orden y soluciones urgentes, el presidente ofrece discursos, promesas y ejércitos de voluntarios para una guerra lejana.
Al final, la verdad es simple: este país tiene problemas demasiado importantes y urgentes como para que su presidente gaste una semana entera en incidir afuera, sin que pareciera importarle mucho lo que pasa acá adentro de nuestras fronteras.