Por Howard Alejandro.
Al hablar de esencia, especulamos explícitamente de ello como el fundamento o el propósito por el cual se concede la existencia. Al expresarse que la existencia precede a la esencia, Sartre asevera entonces que nuestra integridad como sustancia corpórea, básicamente nuestra existencia por sí misma, carece completamente de algún término premeditado; en su lugar, hemos nacido sin razón por los caprichos de la casualidad.
A este respecto, podemos fácilmente aseverar que el propósito de que nuestra existencia sea posible, corre implícitamente a nuestro criterio, idea por demás opositora a las creencias de la antigua Grecia, que planteaba sobre la inminencia del hombre con respecto a su destino, destino previamente forjado mucho antes de la existencia (la pieza de teatro trágico, Edipo Rey, es claro exponente de ello). Por consiguiente, esta visionaria filosófica nos sitúa en una libertad portentosa para la cual el valiente, o el filósofo, dispone de sus facultades para determinar sus proyecciones futuras por cuanto el molde que hace su personalidad es consecuencia de decisiones hechas a su entero juicio, pues al fin y al cabo, no hay ancla del destino e intervenciones ulteriores que determinen nuestra existencia.
Si nos fuera necesario ejemplificar de manera más ilustrativa este esquema filosófico con otro teorema de la misma materia, nos sería lícito mencionar el concepto Aristotélico sobre la filosofía del ser, centrada en la materia -que en este escenario nos sería equivalente a la existencia-, el acto y la potencia. El ser, por sí mismo, concede su existencia; el acto es un proceso por el cuál la materia se convierte en algo distinto sin dejar por ello de conservar sus propiedades primas, y la potencia es, precisamente, ese algo para lo cual aspira convertirse la materia, como que la semilla está diseñada para convertirse en árbol, el huevo es un acto en potencia de engendrar un polluelo, mismo que es un acto en potencia de ser adulto, nuevo acto en potencia de fecundar una gallina y realizar nuevamente el ciclo en otra materia.
Si hablásemos de este concepto en correlación con el destino, tomaremos entonces el roble de un árbol, materia cuyas potencias nacen de la voluntad ajena, sea para un tallerista, ingeniero, carpintero, leñador, etcétera. En estos casos, la causa final de la materia no corre por la cuenta del ser que existe, sino de otras materias que deciden por ella su destino.
En la revolucionaria de Sartre, encontramos un opuesto a este ideal, diciéndonos que en realidad somos nosotros mismos, y nadie más, quienes toman control de su existencia, y el puerto al que queramos conducirla. Somos libres de ser lo que nuestra voluntad demande, libertad superficialmente alentadora si nos es posible la independencia intelectual; no obstante, puede esto representar consecuencias nefastas para quienes carezcan de su propio liderazgo, sintiéndose en necesidad de vivir al margen de algún superior, como lo serían los asiduos seguidores del eterno, por ejemplo, por lo que es acertado afirmar que esta filosofía de la existencia propuesta por Sartre está arraigada a la comunidad atea.