Juan Pablo Matta Casas
A veces los países se explican mejor en las pequeñas tragedias que en las grandes epopeyas. No en las fechas patrias ni en los discursos encorbatados, sino en esos episodios que parecen marginales, pero que son la radiografía más cruel de lo que somos. Como lo que ocurrió hace unos días en Bogotá, a las puertas del Movistar Arena: un concierto, de esos que deberían ser una celebración colectiva, terminó convertido en una gresca sangrienta, con un muerto, varios heridos y un saldo de vergüenza que no alcanzan a tapar ni los comunicados oficiales ni los videos editados para no mostrar demasiado.
Uno quisiera pensar que fue un hecho aislado, una fatalidad propia de las multitudes y los excesos. Pero no. Hay algo en ese episodio que huele a síntoma, a consecuencia lógica de un clima que hemos cultivado con esmero. Lo que vimos allí no nació de la nada; es el fruto maduro, y podrido, de una pedagogía de la violencia que llevamos años practicando. Y que, para ser honestos, tuvo su punto de quiebre y consagración en el estallido social de 2021.
Ese año fue un terremoto moral. En nombre de la justicia y del cambio, se instaló una narrativa en la que la agresión física dejó de ser condenada para ser reivindicada. Se volvió común ver videos de policías golpeados, de buses incendiados, de funcionarios acorralados, celebrados como “victorias del pueblo”. Se dijo, sin rubor, que la violencia contra el adversario político era legítima, que romperlo todo era un acto emancipador, que el Estado debía arrodillarse ante quienes lo agredían. Fue entonces cuando muchos jóvenes aprendieron que no hay diferencia entre defender una idea y aplastar al que piensa distinto; que la política no es la disputa de argumentos, sino la eliminación simbólica, o física, del adversario.
La polarización política terminó de abonar el terreno. Colombia se convirtió en un país de bandos irreconciliables, donde cada uno se siente autorizado a deshumanizar al otro. El policía no es un ciudadano con un uniforme, sino “el represor”; el soldado no es un servidor público, sino “el verdugo”; el político que no es de mi partido, “el corrupto que merece el escarnio”; el vecino que piensa distinto, “el obstáculo para la causa”. Y cuando uno deshumaniza al otro, todo está permitido.
Lo que ocurrió en el Movistar Arena es, entonces, la consecuencia lógica de esa pedagogía invertida: en un concierto, como en una protesta, el adversario no es alguien con quien se dialoga, sino un enemigo que debe ser derrotado. Y la victoria no se mide en razones, sino en heridas infligidas. Lo inquietante es que, para muchos de estos jóvenes, no hay contradicción entre bailar y golpear, entre cantar y apuñalar. Son dos formas distintas, pero hermanas, de expresarse.
Lo más inquietante es que, ante episodios como este, la reacción social es mínima. No hay un debate serio sobre qué estamos sembrando en nuestros jóvenes, sobre por qué la violencia ha dejado de escandalizarnos. Se habla de fallas en la logística, de responsabilidades contractuales, como si el problema fuera de boletería y no de civilización. La muerte en un concierto se procesa con la frialdad burocrática de un parte meteorológico.
Tal vez lo más difícil de admitir sea que esta no es una anomalía, sino el espejo de lo que hemos enseñado. Que el país que legitimó la violencia contra el policía, contra el soldado, contra el funcionario, contra el político, contra el vecino, está viendo cómo esa violencia se cuela en todas las esferas, desde la protesta hasta la rumba. Que el estallido social, más que un episodio político, fue un parteaguas cultural: el momento en que invertimos el sistema moral y sembramos la idea de que el odio era un motor legítimo de acción.
Y que mientras no desmontemos esa mentira, la de que la violencia es una forma de justicia, no habrá aula, tarima ni plaza pública que esté a salvo. Porque mientras sigamos llamando “valentía” a la agresión, y “coherencia” al odio, lo que pasó en Bogotá será apenas un capítulo más en la larga crónica de un país que, sin darse cuenta, ha decidido que la sangre es el único argumento que entiende.