Juan Pablo Matta Casas
El viernes pasado Popayán vivió una de esas jornadas que se quedarán grabadas en la memoria de la ciudad. No fue una protesta, ni una manifestación política cualquiera: fue una batalla. La batalla silenciosa y dolorosa entre la dignidad y la barbarie, entre quienes aman su ciudad y quienes, en nombre de un resentimiento mal digerido, creen que destruir lo hermoso es una forma de redención.
Frente a la iglesia de Santo Domingo, símbolo vivo de la historia y el alma de Popayán, se reunieron unos cuantos ciudadanos de corazón noble, hombres y mujeres de todas las edades, muchos de ellos mayores, con el único propósito de proteger lo que nos pertenece a todos: el patrimonio, la memoria, la belleza que da sentido a esta ciudad blanca. No fueron con piedras ni con pancartas, fueron con respeto, con convicción, con amor por su tierra.
Pero del otro lado llegaron jóvenes enceguecidos que confunden la rabia con la valentía, la violencia con la causa, y la ignorancia con la revolución. Venían con sus aerosoles y su odio. Venían embriagados por el discurso del resentimiento que desde hace años se ha vuelto doctrina en ciertas trincheras políticas: ese progresismo que ha sabido convertir la envidia en bandera y el caos en método.
Y allí, en el centro de Popayán, el país volvió a verse en miniatura. De un lado, los que construyen; del otro, los que destruyen. De un lado, la historia que resiste; del otro, la furia que no comprende. Los vándalos no soportaron el valor sereno de quienes se interpusieron entre ellos y las paredes centenarias del templo. Les irritó la calma de los mayores, les dolió ver que todavía hay quienes creen en la decencia. Y entonces golpearon.
Golpearon a hombres de cabello blanco, a mujeres que apenas podían sostenerse en pie, a quienes se atrevieron a decir “no”. Los empujaron, los insultaron, los arrastraron. Esa imagen duele y avergüenza. Duele porque revela el tamaño de nuestra fractura moral, y avergüenza porque deja al descubierto la derrota cultural de una generación que aprendió a destruir sin saber por qué.
Pero entre ese ruido brutal hubo también una luz. Los defensores del patrimonio no se rindieron. No devolvieron los golpes ni respondieron con furia. Se mantuvieron firmes, erguidos, como los muros que protegían. En medio del caos, su serenidad fue un acto de rebeldía moral, una declaración de principios. Y eso los convierte en héroes. Porque el heroísmo no siempre tiene uniforme ni aplausos; a veces solo tiene arrugas, bastones y una mirada limpia que dice: “Esto vale la pena”.
Esa fue la Batalla de Santo Domingo: una batalla por el alma de Popayán. Una ciudad que ha sobrevivido terremotos, incendios y guerras, volvió a resistir el ataque más bajo de todos: el del desprecio. Porque quienes pretendieron vandalizar sus muros no atacaron una pared, atacaron la memoria. No agredieron una iglesia, agredieron la identidad misma de un pueblo que se ha construido sobre la fe, el arte y la cultura.
Nada hay más triste que una juventud sin propósito, ni más admirable que una vejez con coraje. Los jóvenes que golpearon el viernes no son rebeldes, son desertores del pensamiento, soldados de una causa sin causa. Los mayores que se plantaron frente a ellos son, en cambio, los guardianes del país que fuimos y que todavía podemos ser. Y mientras unos dejan huellas de pintura sobre la historia, los otros la sostienen con el alma.
Popayán no olvidará lo ocurrido el viernes. No olvidará los rostros de quienes defendieron la iglesia, ni las risas insolentes de quienes la atacaron. No olvidará que el patrimonio se debe respetar, que la fe no se debe profanar, que la historia no se borra con spray. Y tampoco olvidará que, cuando el odio asomó por las calles del centro, todavía hubo quienes supieron enfrentarlo con valor, sin odio y sin miedo.
Porque así es Popayán: herida, pero digna. Agredida, pero viva. Golpeada, pero de pie. Y cada vez que la barbarie intente imponerse, habrá alguien que, como el viernes pasado, vuelva a interponerse entre la oscuridad y la ciudad blanca, entre la furia y la fe, entre el olvido y la historia.




