domingo, junio 8, 2025
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León XIV

Juan Pablo Matta Casas

La elección de un nuevo Papa no es un hecho cualquiera, no lo es para el mundo y mucho menos para el alma profunda y colectiva del pueblo católico. Se trata de un momento de gracia, de conmoción espiritual, de orden místico que toca el corazón de millones de creyentes que, dispersos por el mundo, vuelven a mirar hacia Roma como quien busca el faro en medio de una tormenta.

Cuando el humo blanco se elevó en la tarde del Vaticano y resonaron las campanas de San Pedro, la esperanza se reactivó como una llama que estaba dormida, pero no extinguida. Es la alegría del pueblo de Dios, que se reconoce en la elección de aquel que ha sido llamado a custodiar la fe y a guiar a la Iglesia universal.

Más allá de los debates políticos, de las tensiones del mundo moderno y de las múltiples voces que intentan relativizar el sentido de la fe, esta elección recuerda que el corazón humano sigue necesitando una verdad que no cambie con las modas, una palabra que no se negocie, un testimonio que no tiemble. La Iglesia no está llamada a seguir al mundo, sino a mostrarle un camino distinto. El Papa, como sucesor de Pedro, no es simplemente un líder institucional, es, en lo más profundo, el garante de una sola verdad eterna.

Vivimos tiempos confusos, marcados por una cultura líquida que promueve la duda como virtud y la tibieza como equilibrio. Pero la tibieza no transforma el mundo, la fe sí. Y la fe necesita pastores que no negocien la verdad por aceptación, ni la doctrina por aplausos. El nuevo Papa, con el nombre que ha escogido y los gestos iniciales que ha ofrecido, ya da señales de querer reafirmar esa claridad doctrinal que no es rigidez, sino coherencia con el Evangelio. La Iglesia no se renueva abandonando su raíz, sino profundizando en ella.

En un mundo donde las ideologías se disfrazan de valores y donde los populismos ofrecen salvación terrenal sin trascendencia, el mensaje del nuevo Pontífice puede ser un contrapeso civilizacional. La Iglesia, cuando actúa en fidelidad a su misión, ha sido históricamente una voz incómoda frente al poder abusivo, una defensora de los marginados y una promotora de una visión del ser humano que no lo reduce a estadísticas ni lo clasifica por su utilidad. El Papa, por tanto, tiene un rol también político en el sentido más noble del término, aquel que se refiere al bien común, al orden justo, al respeto por la dignidad trascendente de toda persona.

La Iglesia sigue viva, y en ella late la promesa de una verdad que salva, de un amor que redime, de una justicia que trasciende el cálculo humano. En medio de un mundo que lo relativiza todo, tener un punto firme de orientación es un acto de amor. Frente a quienes quieren confundir la fe con ideología, la liturgia con espectáculo o la caridad con asistencialismo, el nuevo Papa tiene la misión de recordarnos que Cristo es el centro, no las modas, no los consensos, no los sondeos.

Sí, es un momento de alegría profunda, serena y comprometida. La que nace de sabernos parte de una historia que no comenzó con nosotros y que no terminará con nuestras derrotas. La historia de un pueblo que camina, a veces cansado, pero sostenido por la gracia. La historia de una Iglesia que, aunque herida por dentro y atacada por fuera, sigue siendo la portadora de la verdad que libera, que Dios se hizo hombre, murió y resucitó.

En estos tiempos convulsos, el testimonio del Papa es una brújula moral y espiritual. Nos corresponde a todos, laicos, religiosos, políticos, padres de familia, jóvenes, escuchar con atención su mensaje, dejar que la semilla de la fe crezca en nuestro interior y traducirla en gestos concretos de caridad, de verdad y de firmeza. Colombia necesita líderes con alma, y el alma necesita alimento espiritual. Oremos por el nuevo Papa, sí, pero también escuchemos su llamado a vivir la fe con alegría.

Hoy, más que nunca, el mundo necesita testigos, y un Papa fiel, claro y valiente es el ejemplo a seguir.

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