Juan Pablo Matta Casas
La historia enseña, con sangre, que las naciones no se destruyen de la noche a la mañana. Se desmoronan poco a poco, cuando los ciudadanos se acostumbran al lenguaje del odio, cuando los gobernantes alientan la confrontación como método de control, y cuando la política deja de ser el arte de construir para convertirse en el pretexto para incendiar. Colombia está empezando a recorrer ese camino, y si no se detiene ahora, lo próximo será el caos, el colapso institucional y la pérdida definitiva de la confianza entre compatriotas.
No estamos frente a una exageración ni a una alarma infundada. Estamos viendo cómo el discurso de la violencia se normaliza, cómo las expresiones radicales ocupan el lugar de la razón, y cómo un sector del país ha decidido que el camino es aplastar, señalar y dividir, no dialogar ni gobernar. Hoy, en Colombia, discrepar es peligroso. O estás con “el cambio” o eres “enemigo del pueblo”. Esa lógica no es nueva: la usaron los regímenes más siniestros del siglo XX para justificar sus abusos, purgas y fracasos. Y siempre comenzó igual: con palabras que degradan al adversario y terminan en balas contra el contradictor.
Hay que decirlo sin rodeos: estamos frente a un proyecto ideológico que desprecia la institucionalidad, que ve la legalidad como un obstáculo y que agita la confrontación social como un arma. El gobierno no gobierna: polariza. No construye: desmantela. No representa a la nación: representa a una facción que pretende imponerse como si fuera el todo. En vez de unir, separa; en vez de apaciguar, enardece. El mensaje que se repite desde el poder es claro: la calle manda, la ley estorba, la democracia se usa mientras sirva.
No hay acto de violencia que no encuentre justificación en la retórica radical. Si se bloquea una carretera, es “protesta legítima”. Si se agrede a la Fuerza Pública, es “respuesta al abuso histórico”. Si se amedrenta a un opositor, es “la voz del pueblo”. El Estado ha sido entregado a los agitadores, y la autoridad ha sido transformada en servilismo ideológico. Peor aún: el radicalismo no solo viene desde el Ejecutivo, sino que ha penetrado las bases de la sociedad, dividiendo a familias, comunidades, universidades y sindicatos, como si pensar diferente fuera una traición.
La radicalización que vivimos no es espontánea. Es cultivada. Es diseñada. Es financiada. Y está envenenando la mente de una generación que ya no distingue entre revolución y destrucción. Desde las redes sociales hasta los actos públicos, lo que se está sembrando es resentimiento, división y venganza. Quienes ayer criticaban el odio, hoy lo practican. Quienes prometían reconciliación, hoy solo saben gritar. Y quienes decían amar al pueblo, lo utilizan como carne de cañón para sus cruzadas ideológicas.
Pero lo más grave es que muchos no lo ven. O no lo quieren ver. O piensan que esto se detendrá solo. No lo hará. La violencia política nunca se detiene por sí misma. Siempre exige un alto, un límite, una reacción civilizada. Porque si no se responde con claridad, avanzará hasta devorarlo todo. Lo vimos en Venezuela, en Nicaragua, en Bolivia, en Chile. No se puede ser ingenuo frente a los proyectos totalitarios: cuando muestran los dientes, ya es tarde.
Colombia necesita recuperar la sensatez. Necesita liderazgos firmes, no incendiarios. Necesita que los defensores de la democracia den un paso adelante, no con miedo, sino con autoridad moral y política.
A levantar la voz los que creemos en la ley, en el orden, en la propiedad, en la familia, en el mérito y en la libertad. Los que no usamos a los pobres, porque queremos que dejen de serlo. Los que no predicamos la violencia, porque creemos en el progreso con reglas. Los que no idolatramos caudillos, porque defendemos las instituciones. Si nos quedamos callados, pagaremos el precio de ese silencio.
Que no nos engañen con consignas populistas, ni nos vengan a chantajear con supuestas causas sociales. El país no se arregla gritando en la plaza ni incendiando sedes públicas. Se arregla con trabajo, con verdad, con valentía. Y, sobre todo, con límites. Porque cuando no hay límites, solo queda el abismo.