sábado, junio 7, 2025
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La dignidad pública, en retroceso

Por Juan Camilo López Martínez

Esta semana, Colombia fue testigo de un nuevo episodio que lamentablemente confirma una tendencia preocupante: el deterioro del respeto y la dignidad en el ejercicio del poder público. No solo el presidente de la República llamó “HP” al presidente del Senado, sino que el ministro de Salud repitió el insulto contra la gerente de un hospital. Se trata de hechos que, por más que el Gobierno intente relativizar o justificar, constituyen una afrenta grave a la dignidad de los cargos públicos y a la cultura democrática del país.

El problema no radica únicamente en las palabras utilizadas —que ya de por sí serían inaceptables—, sino en el mensaje profundo que transmiten: la idea de que el ejercicio del poder puede hacerse desde la agresión, la falta de compostura y el desprecio por el respeto debido a los otros y a uno mismo. El lenguaje grosero, proveniente de quienes encarnan las más altas magistraturas, envía una señal alarmante a todos los niveles del Estado y a la sociedad: que insultar y degradar al adversario es una práctica política válida.

La dignidad de los cargos públicos no es un adorno, ni un protocolo vacío: es el soporte simbólico y ético sobre el cual se erige la confianza ciudadana en las instituciones. Cuando quienes tienen el deber de encarnar el respeto, la deliberación civilizada y el ejemplo, optan por la injuria como mecanismo de expresión política, se produce un daño irreparable que va mucho más allá del momento mediático: se normaliza la falta de respeto como forma de acción pública.

Como si lo anterior no fuera suficiente, la carta enviada por el excanciller Álvaro Leyva al presidente Gustavo Petro —donde manifiesta serias preocupaciones sobre su estado mental y capacidad para dirigir el país— termina de configurar un escenario inquietante. Esto es un elemento, que aunque los fanáticos del gobierno nacional quieran, no puede ignorarse, pues la carta añade elementos de incertidumbre sobre la gobernabilidad nacional en un momento de especial tensión política y social.

Lo más grave es que este tipo de actitudes no se queda confinado en las altas esferas del poder. Se reproduce como un efecto cascada en los niveles locales y regionales, donde funcionarios y autoridades creen, erróneamente, que ostentar un cargo público es sinónimo de autoritarismo, de intolerancia a la crítica, de insulto fácil. En lugar de fortalecer una cultura política basada en el debate argumentado y el respeto por la diferencia, terminan validando prácticas que erosionan lo público y degradan la convivencia.

En momentos de crisis política y social, el país no necesita líderes que confundan la vehemencia con el irrespeto. La democracia requiere debates intensos, apasionados incluso, pero siempre dentro del marco del respeto por la dignidad humana y por la majestad de las instituciones. Es urgente recordar que quien ocupa un cargo público representa algo más grande que sus opiniones personales: representa al Estado, y en ese acto de representación, el respeto no es una opción, sino un deber ineludible.

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