miércoles, diciembre 17, 2025
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Historias mal contadas, país mal entendido

 

Por: Juan Cristóbal Zambrano López

 

Colombia vive obsesionada con la política… pero no con la política real, la que transforma, decide y construye. Vivimos atrapados en otra cosa: una política contada como guerra, como espectáculo y como insulto. Y quizás esa sea la raíz silenciosa de nuestro cansancio colectivo, de nuestra incapacidad para escucharnos y, sobre todo, para avanzar.

Durante años, nos han repetido que el problema es la clase política, la corrupción, la polarización, la falta de liderazgo. Todo eso existe, sí. Pero hay un fenómeno más profundo, menos visible y mucho más dañino: la política dejó de narrarse como un ejercicio de soluciones y pasó a narrarse como un ring donde solo gana el que grita más fuerte.

Las redes sociales redujeron debates complejos a frases de ocho palabras, mientras los medios —obligados por la velocidad y el algoritmo— amplifican escándalos, no argumentos. Hoy importa más el trino viral que la cifra exacta, más la indignación instantánea que la propuesta trabajada. Y así, sin darnos cuenta, cambiamos la esencia de la discusión pública por la lógica del reality show.

El resultado es evidente:
no discutimos ideas, sino identidades; no pedimos soluciones, sino enemigos; no escuchamos, sino que esperamos turno para responder.

Y en esa dinámica tóxica, la política (la verdadera política) se va quedando sin espacio.

Pero esta distorsión narrativa no solo afecta a quienes compiten por el poder. También afecta al ciudadano común, que ya no sabe en quién confiar, que siente que todo es ruido, que cada líder es presentado como villano o salvador sin matices. Esa forma de contar el país destruye credibilidad, debilita instituciones y alimenta la sensación de que nada sirve para nada.

Lo más grave es que esa narrativa se impone incluso en los territorios. En regiones como el Cauca, donde la política debería centrarse en seguridad, empleo, infraestructura, educación y presencia estatal, nos dejamos arrastrar por la agenda de Bogotá, por la pelea momentánea, por el escándalo que dura 48 horas y luego se esfuma. Es como si el país viviera en un ciclo de indignaciones que no resuelve un solo problema concreto.

La verdad es otra: Colombia no está rota porque falten diagnósticos, sino porque nadie está contando el país desde la construcción. Tenemos miles de líderes comunitarios trabajando en silencio, jóvenes que proponen, alcaldes y concejales que gestionan, organizaciones que logran pequeños milagros que nunca entran en tendencia. El ciudadano hace más por Colombia que buena parte de la agenda mediática.

¿Significa esto que la política esté bien? Claro que no. Significa algo distinto:
para mejorar la política, debemos cambiar la forma en que la narramos.

Necesitamos una narrativa pública que premie lo que funciona, que muestre procesos, que deje espacio para la complejidad, que no convierta cada desacuerdo en una guerra cultural. Una narrativa que permita que la gente vuelva a creer, que los liderazgos serios puedan existir sin convertirse en caricaturas y que el debate deje de ser un concurso de insultos.

A veces no se trata de inventar un país nuevo, sino de contarlo mejor. De bajar el volumen. De recuperar la pausa. De reintroducir la sensatez como herramienta de conversación. Al final, la política es una construcción colectiva, pero la manera en que la contamos define si esa construcción se vuelve puente o se vuelve trinchera.

Puede que el problema no sea la política. Puede que el problema sea el ruido con el que la estamos destruyendo.

Y si cambiamos la forma de contarla, quizás, solo quizás logremos cambiar la forma de vivirla.

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