Juan Camilo Gómez Sánchez – estudiante de la Universidad del Cauca del programa de Ciencia Política
Para entender la política colombiana es necesario devolverse al pasado, por lo que en este proceso de reconstrucción histórica identificamos patrones que tienen que ver con la normalización de la violencia política como un medio para solucionar conflictos, la impunidad histórica y las fracturas sociales que persisten en nuestro entorno, reflejando la interrupción de cualquier proyecto democrático. En Colombia, el 9 de abril de 1948, en la ciudad de Bogotá, uno de los 4 disparos le atravesó el cuerpo de Jorge Eliécer Gaitán, no solo segándole la vida, sino hiriendo moralmente una posibilidad histórica de transformación y unificación del país. Esa Colombia, aunque con sus contradicciones, mantenía la esperanza en el fortalecimiento institucional frente a la resolución de conflictos sociales; la Colombia posterior al asesinato de Gaitán quedó atrapada en un ciclo traumático de violencia que aún hoy, después de casi 8 décadas, no ha logrado procesar adecuadamente.
El asesinato de Gaitán tomó repercusión en el llamado “Bogotazo”, constituyendo un trauma nacional cuyas resonancias se extienden hasta nuestro presente político. El concepto de trauma, más allá de una dimensión psicológica individual, adquiere en el caso de Colombia una connotación colectiva: la experiencia de este evento desbordó los mecanismos sociales de procesamiento y, precisamente por eso, generó la imposibilidad de una transformación simbólica y tiende a repetirse compulsivamente. Daniel Pécaut argumentó que en Colombia no vivimos ciclos de violencia y paz, sino transformaciones de la violencia misma. Lo que esto genera no es solo un evento traumático con afectaciones nacionales en cuanto a la persistencia del conflicto, sino la incapacidad como colectivo de reconocer el uso de estos patrones de violencia que tienen sometida a la sociedad colombiana y la manera de romper su circularidad.
No solo el asesinato de Gaitán permanece envuelto en un manto de impunidad. Este hecho revela un patrón estructural, es decir, la incapacidad del Estado para establecer verdades históricas y responsabilidades sobre sus eventos traumáticos, caso similar al genocidio político de la Unión Patriótica. Este contexto nos hace entender que, pese a los múltiples acuerdos de paz que han estado en el entorno político y social del país, nuestra Colombia sigue atrapada en espirales de violencia. Sin esclarecimiento no hay verdad, y sin verdad, hay repetición. La memoria fragmentada y las verdades incompletas generan narrativas contradictorias sobre nuestro pasado que luego se instrumentalizan políticamente en el presente. Esta fractura en la historia de Colombia evidencia que el 9 de abril no solo representó la pérdida de un líder sino la interrupción de un proyecto político. El país se dividió entre una Colombia formal que avanzó institucionalmente y una Colombia profunda que quedó relegada a la marginalidad y la violencia.
La pregunta crucial es si verdaderamente continuaremos atrapados en la repetición compulsiva de la violencia o si, por el contrario, finalmente encontraremos los recursos colectivos para abordarla y solucionarla en la narrativa nacional. La respuesta a este interrogante depende, en gran medida, de la posibilidad de romper este espiral de violencia que por décadas ha marcado y definido nuestra modernidad política.
“Yo no soy un hombre, soy un pueblo” “El pueblo es superior a sus dirigentes”
Jorge Eliécer Gaitán