miércoles, octubre 29, 2025
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El silencio

Lejos de ser la ausencia de sonido, constituye una forma compleja de comunicación. En distintos escenarios, puede adquirir connotaciones de respeto, introspección, contención o, por el contrario, de censura, invisibilización y poder. En su libro Silence: A Social History of One of the Least Understood Elements of Our Lives, Jane Brox sugiere que el silencio no es neutral: puede ser una herramienta de reflexión o un instrumento de opresión. Esta dualidad hace del silencio un fenómeno profundamente interesante para mí.

Existen silencios que se eligen: el reflexivo, el que impone la prudencia, la empatía o el cuidado. Este tipo de silencio puede ser un gesto ético: no hablar para responder, sino para realmente escuchar. Escuchar al otro no para esperar el turno de palabra, sino para verdaderamente verlo. Ese silencio es activo y consciente.

El compositor John Cage llevó el silencio al extremo en 4’33”, una obra donde el intérprete no toca una sola nota. Más que vacío, fue una provocación: hacer audible lo que suele pasar desapercibido. Cage decía que “no existe tal cosa como el silencio”, y lo comprobó en una cámara anecoica al descubrir que, incluso en aislamiento total, seguía oyendo su cuerpo. Para él, el silencio no era ausencia de sonido, sino una disposición espiritual. Escuchar, entonces, era una forma de atención profunda.

Sin embargo, también existe el silencio obligatorio, ese que no es fruto de una decisión, sino de una imposición externa o interna. El que nace del miedo, la vergüenza o las dinámicas de poder que invalidan o suprimen la voz de ciertos cuerpos y subjetividades. A lo largo de la historia, muchas voces han sido silenciadas por razones de género, raza, clase o edad. A veces, el silencio se aprende como estrategia de supervivencia. Otras veces, se interioriza tanto que ya no se distingue si callar es una opción o una resignación.

Esta semana, de forma casi simbólica, me quedé sin voz. Literalmente. Una afección física me obligó a guardar reposo vocal. Lo que comenzó como un malestar corporal se transformó en una experiencia de escucha profunda. No poder hablar me llevó a observar los ritmos ajenos, a notar la velocidad con que la gente llena los vacíos, a experimentar la impotencia de no poder expresar una idea clara, o simplemente responder con una palabra de afecto. También me hizo pensar en cuántas veces ese silencio no fue médico, sino estructural o emocional.

He sido silenciada antes —como muchas personas—. A veces sutilmente, como cuando una opinión es descartada sin argumentos. Otras veces, con frases directas: “no exageres”, “no digas eso aquí”, “mejor cállate”. En esas ocasiones, el silencio se siente como un exilio de lo simbólico: estar presente, pero sin derecho a la palabra.

Y es que la voz es más que un medio de comunicación: es la huella más singular del ser. Cuando nos escuchan, nuestra existencia se confirma. Pero cuando nuestra voz es negada, no solo se niega lo que decimos, sino quiénes somos.

Esta experiencia también me recordó que el silencio tiene potencia. Escuchar puede resignificar los vínculos. Escuchar sin interrumpir, sin anticiparse, sin imponer una conclusión, requiere entrenamiento, humildad y disposición.

Al mismo tiempo, hablar —cuando quieren silenciarnos— es un acto político. Narrarse en voz alta es una forma de existir. Alzar la voz, incluso temblorosa, es decir: “aquí estoy”. Y ese gesto, por más pequeño que parezca, rompe cadenas.

Entonces, ¿cómo se convive con estas dos caras del silencio? Tal vez apreciando los momentos de silencio para ser mejores escuchas, pero también siendo valientes cuando es necesario hablar.

Para mí, no todo silencio es sabio; algunos solo perpetúan injusticias. Escuchar al otro sin juicio, sin prisa, puede sanar. Pero también lo puede hacer el acto de hablar por fin, de decir lo que ha sido callado.

Esta semana comprendí algo: no tener voz no significa no tener nada que decir. Y la voz no se reduce al sonido. Se puede alzar con un gesto, una mirada, una escritura. Pero también, y quizás sobre todo, con la decisión de no callar lo que duele, lo que necesitamos, lo que somos.

Escuchar en lugar de contestar es un gesto de amor.

Hablar cuando nos han enseñado a callar, es un gesto de libertad.

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