Víctor Paz Otero
Hace solo unas pocas semanas, mi hermano menor, Juan Manuel, me comunicó con una extraña y no muy frecuente serenidad en su habitual manera de comunicarse, que había tomado la dramática y definitiva decisión de dar por concluido el tiempo que se le dio sobre la tierra, optando que se le aplicase la eutanasia.
Nunca me había sido dada la posibilidad de imaginármelo asumir esa decisión que marca y define para un ser humano el problema y el enigma capital que nos plantea la vida: juzgar que vale o no la pena que se la viva. Esa decisión que en palabras de Albert Camus es la pregunta fundamental de la filosofía. Por supuesto es pregunta que encarna y resume enfrentar el sentido verdadero e íntimo que pudo o puede tener nuestra existencia.
Confieso mi confusión y mi estremecimiento ante tal anuncio, que muchas veces se me antojó una determinación que yo no la asociaba a las preocupaciones existenciales del hermano. Sin duda mi duda se agigantó, al corroborar como tantas veces nos sucede, estar tan distante del alma y de la esencial intimidad que palpita en los seres con los cuales hemos compartido tantos y tan largos trechos en el fluir cambiante de nuestras vidas.
¿Conocemos al otro? ¿tenemos la capacidad, la intuición o la emocionalidad necesaria para penetrar y comprender la realidad o la verdad esencial de lo que siente y en esencia es el otro?
Muchas veces no; el alma o el espíritu es enigma y es misterio. Los humanos transitamos en una especie de soledad radical y metafísica que casi siempre se torna incomunicable. Quizá solo el amor, quizá solo la solidaridad incondicional, quizá la empatía profunda hacia los otros, podría facilitar y abrir las puertas de esa frontera infranqueable donde la soledad sostiene nuestros vacilantes pasos por el mundo.
Por supuesto, en ese vivir, en esa soledad hay sufrimiento, sufrimiento que parece orientado a revelarnos la más profunda y verdadera intimidad de los que somos; sufrimiento que es experiencia de una realidad que es intransferible e incomunicable; vivencia tal vez de orden metafísico, que trasciende los limites del dolor físico. Sufrimiento que se instala en el alma, mucho más que en el universo del cuerpo o de nuestras circunstancias personales.
Sabemos que somos únicos y diferenciados, somos únicos cuando morimos o cuando nacemos, nadie puede vivir nuestra vida ni morir nuestra muerte y por eso mismo la imposibilidad de compartir y de que sea comprendido nuestro sufrimiento nos revela también nuestra soledad.
¿la vida cuando fue deveras nuestra? ¿Cuándo somos deveras lo que somos? Son preguntas del poeta.
Para juan Manuel, Juancho, en el lenguaje familiar, quizá haya alcanzado o conquistado una verdad siempre evasiva. Quizá su muerte por el mismo asumida, con valor y serenidad imperturbable, sea también un gran mensaje; tal vez es un comprender que la vida nunca es del todo nuestra, que también es de los otros, de los que no comprendemos sus significados, muchas veces ni los evidentes ni los clandestinos.
Se ha despedido en varias ocasiones con alegría no aparencial; en sus últimos días, ha tenido la elegancia de transmutar lo trágico en un ritual lúdico. Escogió una canción para iniciar el viaje sin retorno. “A mis amigos les adeudo la ternura. A mis amigos legaré cuando me muera mi devoción en un acorde de guitarra y entre los versos olvidados de un poema mi alma incorregible de cigarra”.
Ya tendré tiempo y ocasión de escribir algo sobre este, mi hermano inteligente, de humor fino atravesado a veces de ironía, de este profesor universitario disciplinado en sus tareas de investigador de ciencias económicas, del hermano a veces sin duda problemático, pero prodigador de amor a los seres que amó en su entorno familiar.
Y para volver a la canción: “el que se va se lleva los amigos en el alma”.