Por Mónica Mosso.
Hace un tiempo, alguien a quien consideraba uno de mis mejores amigos, en medio de una conversación cargada de emociones, dejó salir una confesión inesperada: su mayor miedo era ser un perdedor. Para enfatizarlo, me puso como ejemplo, diciendo que temía terminar como yo o como tantas otras personas conocidas. Aquella confesión, tan cargada de juicio y temor, resonó profundamente en mí, no por la palabra “perdedor” en sí, sino por lo que parecía esconder: un miedo visceral a “fracasar”, a no cumplir con las expectativas de una vida que otros nos imponen o que nos imponemos a nosotros mismos.
Desde entonces, he reflexionado mucho sobre lo que significa perder. ¿Es el fracaso un destino a evitar o puede ser el terreno fértil donde germinan las mejores transformaciones? ¿Qué significa perder? ¿Qué significa ganar? Y, sobre todo, ¿es tan malo perder? ¿Es tan malo ser un perdedor? ¿Y quién decide qué es ganar?
¿Qué significa perder?
Perder, en nuestra sociedad, suele ser sinónimo al fracaso. Perder un trabajo, una relación, un sueño. Perder ante la vida. Perder ante la muerte.
La sociedad contemporánea capitalista equipara ser un perdedor a una de las peores etiquetas que podríamos recibir. Pero, ¿y si perder es el acto más valiente? Perderse en un camino conocido para encontrarse en otro. Ser un perdedor requiere curiosidad, profundidad y una relación honesta con uno mismo.
Umberto Eco nos dice: “Los perdedores, como los autodidactas, tienen siempre conocimientos más vastos que los ganadores. Si quieres ganar tienes que saber una cosa sola y no perder tiempo en sabértelas todas; el placer de la erudición está reservado a los perdedores.”
El arte de ser un perdedor requiere un conocimiento vasto del mundo, de la cultura, de la naturaleza humana y de uno mismo. Conocerse implica romperse, perder, fallar, enfrentarse a la sensación desagradable de caerse y hacer las cosas mal, pero después reconstruirse.
El verdadero arte de perder no está en evitar el dolor, sino en abrazarlo. Perder y perderse no es el fin; es el inicio de algo más. Porque solo cuando todo lo conocido desaparece empezamos a descubrir aquello que realmente somos y es que la vida no se mide en victorias constantes, sino en la capacidad de fracasar con gracia y seguir adelante.
¿Es tan malo perder?
Hay momentos cuando la vida dice “no.” Cuando un padre está en la cama muriendo y tú insistes en decir: “Sí se puede, vamos a salir de esto,” pero la vida dice no. Se pierde ante la vida.
La vida también dice no cuando no conseguimos un trabajo en el que habíamos puesto todo nuestro empeño. O cuando una relación termina, aunque hayamos luchado con todas nuestras fuerzas. Cuando sentimos que los demás desde su otredad no nos reconocen con justicia en lo que somos. Cuando permitimos qué otros definan nuestra vida a través de sus parámetros de éxito. La vida dice no con regularidad, y cada pérdida trae consigo dolor.
Nos convertimos en perdedores.
Hay quienes ven la vida como un juego de perder y ganar, donde ganar significa estar por encima de los demás. La eterna dicotomía cristiana: el “virtuoso” es el ganador, tiene asegurada la vida eterna; el “pecador” pierde todo al ir al infierno. Pero, ¿qué clase de victoria es esa? Generalmente, quien se proclama ganador de esa forma ha utilizado recursos poco virtuosos para llegar a donde está.
En esa eterna dicotomía, donde la vida se percibe como un juego de roles entre ganadores y perdedores, surge casi inevitablemente la necesidad de emitir juicios sobre cómo deberían vivirse el “éxito” y el “fracaso.”
Esto hace que sea especialmente peligroso y doloroso dictar cómo otros deberían vivir su vida o imponer nuestras propias concepciones sobre lo que significa la individualidad de cada persona.
Ganar, si implica superioridad y ego, también implica juicio. Y juzgar es una forma de desconocer la complejidad de la vida, de no apreciar cómo vive el otro en su alteridad. Alain de Botton señala: “El éxito en la vida no es nunca absoluto ni permanente.” Esta perspectiva desarma la noción de que la vida puede dividirse entre ganadores y perdedores; ambos roles son temporales, como estaciones en un ciclo.
El fracaso nos enseña humildad, nos conecta con los demás desde lo más profundo de su humanidad y nos libera de las prisiones de las expectativas propias y ajenas.
El arte de perder implica soltar: soltar el miedo, soltar las expectativas, soltar el “que dirán”, incluso la idea de lo que debería ser. Perder no es rendirse; es rendirse al momento, aceptar el caos y permitir que algo nuevo florezca.
Pensemos en la maravillosa vulnerabilidad como un acto de valentía. El perdedor se muestra en su faceta más humana y real. En ese momento puede apreciar cómo la derrota y el dolor no son enemigos, sino partes necesarias del crecimiento. Perder nos humaniza, nos lleva a cuestionar lo que realmente valoramos y nos recuerda que no somos máquinas destinadas a ganar siempre.
¿Qué significa ganar?
¿Es ganar acumular títulos, posesiones o relaciones que puedan mostrarse como trofeos? ¿O es ganar el simple hecho de caminar hacia lo desconocido, sin sendero fijo?
Ganar podría ser liberarse de las expectativas propias y ajenas. Porque los sueños se pueden alcanzar por muchos caminos, y ahí es donde la flexibilidad que nos da perder se convierte en un regalo.
La verdadera libertad no está en llegar a un destino, sino en perderse en el camino. Desde el suelo, después de una caída, podemos ver nuevos ángulos y senderos.
¿El “underdog” como símbolo de resistencia?
Ser un “underdog,” un perdedor, “un rarito” en el contexto en el que se encuentra, ser alguien que no suele hacer las cosas según las reglas de los demás, no es ser inferior; es ser resiliente. Malcolm Gladwell, en David y Goliat, señala que las desventajas percibidas pueden ser la base de una fortaleza única. “La gente que no tiene nada que perder es, a menudo, la más peligrosa, porque ya no está jugando según las reglas.”
El perdedor es un rebelde que desafía las narrativas de éxito preestablecidas. Enfrenta el rechazo, fracasa repetidamente y, en ese proceso, descubre caminos que otros no se atreven a explorar.
No podemos controlar todos los eventos que nos suceden en la vida, pero podemos decidir no ser reducidos por ellos. Perder no es rendirse, sino aceptar que la vida no se mide en trofeos, ni aplausos, ni mucho menos elogios (muchas veces falsos).
Ser un perdedor es renunciar al control y abrirse a la libertad de lo maravillosamente incierto
Quizás, después de todo, ser un “perdedor” es el mayor triunfo, porque es lo único que nos permite ser verdaderamente libres. Libres para empezar cuantas veces sea necesario, dejar atrás lo que no sirve y dibujar nuestra propia historia sin etiquetas y desde el lugar donde nos queramos enunciar.
Al final, el arte de perder es también el arte de vivir.