Por: Jesús Astaíza Mosquera
Desde la parca del guamo de una casa que daba al borde del río Caquetá la lora volteaba su cabecita verde y ante cualquier movimiento de persona o animal cotorreaba: ¡ahí vienen! ¡ahí vienen esos…!
Era la última semana de noviembre cuando Manuel llegó a la oficina y burlonamente dijo: autorizaron la comisión a la Bota Caucana. Manotas y Fernando: vayan poniéndose pilas, porque ahora si van a saber lo que es trabajar, dormir y comer lo que caiga. Lleven mínimo dos mudas, -miró de reojo-, pero de ropa… vara de pescar que yo, voy con la carabina, pues uno nunca sabe y paseó la lengua por los labios. Manotas lo miró entre pensativo y serio y Fernando se atizó el bigote.
Salieron en el campero. Una suave llovizna los despidió de Popayán y Manuel de entrada dijo: siquiera trajeron las mudas, pues las habladoras se quedaron en casa… y soltó una risa burletera. Al pasar por el páramo de Paletará, en medio de un torrencial aguacero, un campesino con el pulgar levantado y un niño, pidió que los llevaran. Manuel, se detuvo. Manotas sin mediar palabra se pasó atrás donde estaba Fernando.
El niño, que era el anzuelo, se quedó y el campesino bien orondo se acomodó a la derecha. Manuel al recordar que la puerta delantera se abría con facilidad, recomendó ponerle el seguro. El pasajero sin inmutarse, desamarró la tula, sacó una metralleta, le movió una palanca y dijo mirando a su espalda: tranquilos: ya quedó asegurada… no hay problema. Manotas y Fernando, tragaron entero y Manuel con su sonrisita nerviosa aclaró: ¡nooo!, lo que le digo es que le ponga el seguro a la puerta del carro, porque de pronto va y se sale y allí si nos jodimos todos. Eso es otra cosa, respondió el “campesino”, mirándolo fruncido. Desde ese instante comenzó el calvario. Quién iba a pensarlo. Cuánto no rezaron y pidieron para evitar un retén del ejército. Por fortuna antes de llegar a San José de Isnos el “campesino” dijo: aquí me quedo. El ambiente bajó su intensidad y la respiración se hizo acompasada.
-¿Les debo algo? -preguntó-, al tiempo que organizaba la tula.
-Nada, nada, respondió Manuel y prosiguió la marcha.
¡Qué tal! dijo Manuel después: sería cobrarle. Fernando estaba furioso y Manotas, más atinado, le recordó la prohibición de recoger extraños. Cuando llegaron a la población les volvió el alma al cuerpo. Almorzaron y siguieron de largo hasta Curillo, pequeño puerto fluvial a orillas del río Caquetá, lugar donde pasaron la noche con pesadilla incorporada.
Al clarear dejaron el campero para utilizar la canoa de la entidad, -donde ya se habían sentado ocho hombres vestidos de campesinos-, camino de Yapurá, caserío fundado por colonos, funcionarios de la Universidad Nacional y del Sena de Popayán. No pude saber, si el nombre era de origen inga de los nativos de la región o la palabra de alguien que le gritaba a quien se rezagaba: ya… apurá. El canoero del Sena con disimulada picada de ojo nos silenció. El caudaloso río resplandecía en aluminio derretido.
Casitas de colores se dibujaban desperdigadas por sus orillas y escasos árboles aparecían como testigos de la implacable deforestación. Luego, las primeras manchas de selva hasta encontrar una gran alfombra verde de árboles, orquídeas y una variada fauna de aves, tortugas y pequeños micos.
Después de navegar dos horas uno de los pasajeros ordenó acercarse a la orilla izquierda cerca de la bandera que ondeaba al soplo de la brisa atardecida. Ellos se bajaron. El sol pestañeaba adormilado y una luna transparente se perfilaba sobre Yapurá. Las palabras volaron. El silencio lo decía todo. Se fueron acercando a la casa donde los esperaban. La lora, que habían conocido en anteriores viajes, no hacía bullaranga ni soltaba las reconocidas palabrejas de: ¡ya vienen esos… ¡ya vienen esos…! Ni tampoco se dejaba ver en la rama de siempre, lo que permitió llegar hasta el patio de la casa sin ser sentidos.
Los dueños al verlos demostraron su alborozo. Los albergaron en tres piezas cuyas puertas dejaban un notorio espacio en la parte inferior. Enfrente estaba el galpón, que en el viaje anterior, fue escogido para criar gallinas, cuyes y conejos, donados por el SENA para su reproducción.
Aprovecharon el momento para bañarse en un recodo del río y retornaron a la casa. Doña Teresa ya les tenía servidos sendos platos de arroz, huevos fritos, masas de choclo y café endulzado con panela. Don Anselmo, antes de que le preguntaran comentó, que pasaditas cuatros semanas comenzaron a desaparecer los conejos y ellos le echaban la culpa a los vecinos; luego fueron los cuyes y así sucesivamente, desaparecieron hasta las gallinas… pero ustedes no me van a creer –se pasó la mano por la cabeza- lo más triste, es que hasta la lora se evaporó.
Nosotros si habíamos notado, siguió, que de un tiempo para acá, la lora armaba una algarabía de todos los diablos, sobre todo en las noches, situación que se hizo costumbre y a la verdad, nosotros no le pusimos malicia, hasta que una noche, mi mujer si alcanzó a escuchar la gritería de la lora: ¡ahí vienen esos! ¡ahí vienen…! ¡ahí! y no se oyó más.
Fernando, malicioso comentó: a otros con ese cuento raro, don Anselmo. Doña Teresa se cogió las quijadas a dos manos. Manotas guardó silencio. Manuel rascándose la oreja derecha: yo no les creo mucho, pero de todas maneras hay que dormir con el ojo abierto y la carabina al lado. Se despidieron. Manotas al entrar prendió la linterna, alumbró todos los rincones y pateó un costal que se encontraba extendido en la esquina izquierda. Corrió el pasador, se descalzó y se acostó con ropa.
Manuel temprano tocó la puerta: ¡a levantarse! – dijo- y Manotas desde adentro contestó: ¡ya!… ¡caaraajo! Al correr el pasador se le cayó el maletín y un fuetazo cayó sobre él. Manotas instantáneamente abrió…pegó un brinco acompañado de tremendo grito. Una culebra de gran tamaño salió disparada, a ras de piso, en dirección del río. Manuel, en acto reflejo, tendió la carabina y le disparó en el momento en que se escabullía. El animal se arrojó al agua y un surtidor de hilillos de sangre salió por la flauta elástica de la piel. El río se tiñó de un rojo encendido hasta desvanecerse en el caudal y la culebra destrozada se fue arrimando a un arenoso playón de más abajo.
Don Anselmo, machete en mano, salió en ayuda vociferando: ¡ésa maldita fue la que acabó con todo! Doña Teresa se acercó corriendo y mirando asustada a Manotas, gritó: ¿lo picó? Afortunadamente no, replicó éste, con tembladera de natilla y se echó la bendición. Doña Teresa regresó a la cocina y le trajo en un pocillo agua de toronjil. Tómesela por sorbitos. Mirando luego a Manotas dijo consolándolo: si se salvó de ésta…Diosito… para algo bueno lo tendrá.
Manuel se acercó con la carabina al hombro y remató a Manotas: ¡usted siempre durmiendo con la culebra!