Capítulo VI. Coconuco
Por Juan Carlos Lòpez Castrillon
Doña Dionisia acompaña a su marido, Don Diego José, a conocer “la encomienda de Coconuco”, heredada por su familia desde los tiempos de su antecesor Iñigo de Velasco, 100 años antes, a finales de 1500.
Viajan a caballo hasta el límite de la cordillera y llegan “allá donde se juntan el cielo con la tierra, Paletará”.
Mientras él hace cuentas y censa ganado con los encargados de la producción, ella pasea en su corcel y se maravilla con los frailejones del páramo. Es verano y los días son azules y soleados. Puede ver cascadas de agua pura y la majestuosa cadena de volcanes de los Puracé; hacia el otro costado, el volcán Sotará.
Van regresando lentamente y llegando al caserío de kokonuco aprovechan para tomar baños en las aguas termales que brotan entre los riscos y contemplar la fantástica variedad de fauna que los circunda, donde habitan desde osos hasta cóndores, pasando por venados rojos, zorros, dantas, pumas, conejos y una enorme variedad de aves.
Prueban la delicia de una trucha asada, recién pescada por los nativos en las aguas frías de los ríos y el “sango” de maíz con papa, y se sorprenden al ver por todas partes la gran cantidad de nacederos de quebradas.
En ese regreso hacia Popayán, se quedan un par de días en ese valle de los Kokonukos, en la casa de paja del mayordomo de la hacienda, centro de actividades de esa encomienda. Allí Doña Dionisia le pregunta a un indígena por qué se llama así la región.
—Es en honor al “monstruo de cabeza blanca” —le explican, traduciéndole koko-nuco, y amplían el porqué de la respuesta—. El volcán Puracé permanece con nieve todo el tiempo, Doña Dionisia; por eso ellos lo asimilan a un monstruo al cual temen por sus continuos temblores y erupciones de gases.
—¿Y qué significa Puracé? —vuelve a preguntar.
—“Montaña de fuego”, en lengua quechua, mi señora —le responden.
Antes de subir al caballo para emprender la última jornada, se queda parada mirando la variedad de verdes en las montañas que acaricia el sol de la mañana. De pronto, se paraliza extasiada viendo a un colibrí enfrente de sus ojos y oye a sus pies el rumor caudaloso de la unión de dos ríos sagrados: el Grande y el San Andrés.
Ella siente que le dicen algo, como que la invitan. Voltea y le dice a su marido:
—Aquí hay magia, magia pura, Diego. En este valle quiero mi casa de verano.
Días después, y con un inusitado entusiasmo, ha reunido a maestros de obra y arquitectos para hablar del diseño de lo que será su casa en ese paradisíaco lugar.
Les pide combinar la teja con la paja, los machotes de las murallas de Cartagena con el adobe, la piedra volcánica y las maderas eternas que vienen de las selvas del sur. Quiere chimeneas, salones, cocina con horno de leña, un mirador y un corredor largo estilo cuadra española. Una mezcla de lo rural de Castilla con el viento y los tonos de Los Andes. Ah, !Y una capilla ! No podía faltar. Con prisa, pero sin angustia, supervisa para que la construcción avance y, a mediados de 1702, la casa está terminada.
Dicen que las obras se parecen a sus dueños, y la casa es así: es como Dionisia, sobria pero cálida, y maneja una imponencia equilibrada con el entorno. La inaugura para la Navidad de ese año en compañía de su familia, la cual se sorprende de la obra ejecutada.
La “casa de la hacienda”, como se conoce en la región, lleva ya tres siglos de existencia y, como todas las obras que emprendió Doña Dionisia, La Marquesa, tiene su sello imperecedero. Sería la primera de las construcciones que harán parte de su legado. La leyenda estaba comenzando.
Posdata Local:
Ante la ola de inseguridad que se vive en la ciudad, el alcalde encargado dice: “La ciudadanía no está sola”. El titular está de viaje en Tanzania o Tasmania, algo así. La verdad, a veces es mejor estar solo que mal acompañado.