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Des(pla)zados… des(peda)zados de la guerra

Luis Guillermo Jaramillo EcheverriUniversidad del Cauca

Huir de la muerte no es salvar la vida… una parte de ella queda atrás. Los medios de comunicación exponen centenares de familias que se desplazan por la violencia para proteger sus vidas; cifras que muestran el exilio forzado de estar en una guerra. Pero los números no pueden contar la experiencia de una salida que puede ser más dolorosa que la misma muerte.

La tragedia de quienes son forzados a dejar sus hogares está en la práctica de una violencia que desgarra la pertenencia del lugar y del alma que habita en la cotidianidad de quienes la construyen. Desplazarse, de manera llana, implica ir de un lugar a otro. Salida que guarda una intención, una expectativa, la decisión de ir en busca de… Sin embargo, quienes huyen de la muerte no tienen un propósito definido más allá de salva-guardar su existencia en un “lugar seguro”. Este desplazamiento es una des-localización existencial llena de incertidumbre. Se avanza sin saber a dónde se va; la certeza es que se irá a un lugar que no les pertenece. Las cifras se quedan cortas ante el desamparo de huir repentinamente del hogar.

Se huye también de lo propio, del lugar donde se desenvolvía la vida, de lo habitado en tanto mío; se deja algo de sí. Desgarramiento de lo que se queda, de lo que ya no está. Su condición no es solo de desplazado, es de despedazado, en tanto emerge un desarraigo, un desgarrar lo vivido de su mundo. En este sentido, no se han dejado atrás objetos que se extrañen por su función o utilidad, se ha dejado la vida misma en algo que sienten como suyo y que produce en sí mismo gozo o felicidad. Me han quitado una parte de sí. Experiencia propia del despedazamiento: quedar en pedazos y caminar en la nostalgia de lo que ya no se posee.

La casa que se habita, el animal que se cuida, la tierra que se labra o el tejido que abriga, son cosas que dan sentido a la vida; se experimentan como alimento y realización. No se vive por vivir, se vive por eso que hacemos en esa urdimbre de relaciones y sentidos que lleva a considerar que por ello… vale la pena vivir. “Las cosas son más que lo estrictamente necesario, forjan la gracia de la vida (…) La vida es amor a la vida, relación con contenidos que no son mi ser, y sin embargo más queridos que mi ser” (Levinas, 2002, p. 163). Así, los objetos se viven como realización y gozo y no solo como sobre-vivencia o bienes materiales; son fuente de felicidad y contentamiento.

Salir forzosamente es sufrir en pedazos lo que se ha dejado. Las cosas-vividas se van desgajando de un cuerpo que va perdiendo tacto con ellas; se desprenden de manera repentina, se corta el hilo del espíritu vital que las constituye. El despedazado no solo se desplaza… camina desgajado, separado de su origen, de un lugar que sentía como suyo y que gracias a este es. Por ello experimenta contradicciones que no muestran los medios y redes sociales. Viven en el sinsabor del estar; el llegar huyendo, pisar sombrío, dormir a tientas y experimentar una compañía en soledad. Oteemos cada una de estas contradicciones entonces.

Llegar huyendo. El miedo aterriza en las ciudades. Se llega de la huida y se huye a donde se llega. Bienvenidas que no se esperaban. Llegan en mudanza constante; en busca de un refugio donde no se corte el mínimo vital de su respirar, pues lo que inspiraba como realización quedó atrapado en el conflicto. Se respira por la agitación de la huida, no por el influjo sinovial de una vida gozosa. Se llega a la artrosis citadina donde las cosas no son mis cosas, todo es prestado. Se está en permanente visita.

Pisar sombrío. El caminar arrastra la sombra de lo que se quedó. Cada paso deja el lastro de los caminos que por costumbre se recorrían. En el trayecto se van borrando las huellas del huerto, del sendero estrecho, del andar entre sembrados. La planta del pie avisa al cuerpo que su anatomía es otra, su ritmo es otro. Se sale en la inseguridad de perder la vida por la inseguridad de lo ignoto, de lo desconocido. Desharrapamiento vestido de sombras y recuerdos de lo que quedó en casa.

Dormir a tientas. Sueños intranquilos. En el cansancio el cuerpo busca un reposo que no halla el alma. Se duerme y se está despierto a la vez. En las primeras noches no se sabe con certeza dónde se está. El dormir desconecta por un momento de una realidad que ahora es parte de sus vidas. Al despertar… por segundos, creen estar en casa, mas abrir los ojos los devuelve a la zozobra que les asiste. En el sueño se palpa la vida que ya no está y la pesadilla que comienza.

Una compañía en soledad. Se llega compartiendo la tragedia con muchos. Los sitios son de todos y de nadie a la vez. Se está con todos, se duerme con todos, se come con todos, hay turnos para el baño. La intimidad es pública. Todos se acompañan en soledad. Se narran historias de lo quedó en casa y de quienes no alcanzaron a salir o aún no llegan. Nunca se había estado tan solo en medio de tanta gente, tanto silencio en medio de tantas palabras, tan deshabitados en medio de la multitud.

Estos y otros despedazamientos viven quienes encarnan una guerra que vulnera y desgarra sus vidas; los separados de sus faenas, de una práctica cotidiana donde encontraban motivos para vivir… Ellos también son nosotros; desplazados con todo lo que somos y nos hace. Despedazarnos así es la degradación de una salida que obliga a dejar gran parte de lo que da sentido a nuestras vidas.

Referencias

Levinas, E. (2002). Totalidad e Infinito. Sígueme

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