Juan Pablo Matta Casas
Cuando Gustavo Petro asumió la presidencia en 2022, su llegada al poder fue recibida con entusiasmo por quienes veían en él la posibilidad de una transformación estructural del país. Se presentó como el líder que rompería con las prácticas políticas tradicionales, el que acabaría con el clientelismo, la corrupción y el manejo arbitrario del Estado. Pero, a poco más de la mitad de su mandato, su administración se ha convertido en una parodia de sí misma, repitiendo los mismos vicios que juró erradicar. La realidad es cruda: Petro ha terminado siendo todo aquello que criticó.
La crisis permanente que enfrenta su gobierno se evidencia en su incapacidad para consolidar un equipo de trabajo coherente. En solo dos años y medio, ha nombrado más de 50 ministros, batiendo récords en inestabilidad administrativa. Sus recientes cambios de gabinete confirman que la improvisación y la falta de liderazgo han sido las principales características de su administración. ¿Cómo puede hablar de cambio alguien que no logra consolidar un equipo de trabajo sólido? ¿Cómo puede aspirar a transformar un país cuando ni siquiera es capaz de sostener a sus propios ministros por más de unos meses?
El último remezón ministerial es un testimonio del caos interno que consume su gobierno. En lo que va de 2025, ha cambiado 11 de los 19 ministerios, como si su administración fuera un experimento en constante reformulación. Entre los movimientos más polémicos, destaca la llegada de Armando Benedetti al Ministerio del Interior, un personaje con un historial cuestionable y vínculos con múltiples escándalos de corrupción. ¿No era Petro el presidente que venía a moralizar la política? ¿No era él quien denunciaba la “cacocracia” como el cáncer de la nación? Hoy, su gobierno está lleno de los mismos rostros de la vieja política, aquellos que antes fustigaba con dureza.
En el Ministerio de Igualdad, la salida de Francia Márquez confirma lo que muchos sospechaban: Petro nunca tuvo una intención real de empoderar a la vicepresidenta, sino que la utilizó como una figura simbólica para ganar el apoyo de sectores populares. Su remoción del cargo es una traición a los principios que su administración decía representar.
Más allá de los nombres, lo que estos cambios reflejan es un gobierno sin dirección clara. Petro actúa como si aún estuviera en campaña, más preocupado por lanzar discursos grandilocuentes que por ejecutar políticas concretas. Sus promesas de reforma agraria, educación gratuita y transformación del sistema de salud siguen sin materializarse. En lugar de implementar soluciones reales, su administración ha caído en una espiral de justificaciones y confrontaciones con todos los sectores del país. Se ha enemistado con el Congreso, con la prensa, con la Corte Constitucional y hasta con sus propios aliados. Su incapacidad para generar consensos ha convertido su gobierno en una batalla constante, donde el cambio prometido se ha diluido entre peleas y fracasos administrativos.
El problema no es solo la ineficacia, sino también la arrogancia con la que Petro enfrenta las críticas. En lugar de reconocer sus errores y corregir el rumbo, prefiere victimizarse y acusar a sus opositores de conspirar en su contra. Pero la realidad es que su gobierno no necesita enemigos externos; su propia ineptitud es su peor adversario. Las promesas incumplidas, la falta de resultados y la improvisación constante han desgastado la confianza de la ciudadanía, incluso entre quienes lo apoyaron con la esperanza de un cambio real.
El descontento es evidente. Las encuestas reflejan un descenso en su popularidad, y el hastío entre los sectores populares crece a medida que el gobierno se enreda en su propia ineficiencia. Mientras tanto, los problemas estructurales del país siguen sin resolverse: la inseguridad se mantiene alta, el desempleo no ha disminuido significativamente y la inversión extranjera está en declive debido a la incertidumbre política y económica.
El “Gobierno del Cambio” se ha convertido en el gobierno de la decepción. La promesa de una Colombia más justa, más eficiente y libre de corrupción ha sido traicionada por la propia administración que se vendió como la alternativa a la clase política tradicional. Hoy, Gustavo Petro representa exactamente lo que criticaba: un líder atrapado en el ego, rodeado de cuestionamientos éticos y con un gobierno que se desmorona por su propia incapacidad de cumplir lo que prometió.