Por Elkin Franz Quintero Cuéllar
Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él
Kant
En Colombia, ser maestro se ha convertido en una profesión de alto riesgo emocional, físico y simbólico. Lejos de ser reconocidos como actores clave en la transformación social, hoy muchos docentes —tanto en el sector privado como en el oficial— están siendo empujados a abandonar las aulas, erosionando lentamente el sentido profundo del acto de educar. La razón no es falta de vocación, sino un progresivo proceso de desgaste, desprestigio y deshumanización.
Ejercer la docencia hoy es una tarea titánica. Ya no se trata solo de enseñar literatura, matemáticas, o ciencias. Hoy, el maestro también es psicólogo, trabajador social, mediador de conflictos y, en muchos casos, el único adulto responsable y estable en la vida de sus estudiantes. Pero esa multiplicidad de roles no viene acompañada ni de respaldo institucional ni de una retribución justa. Por el contrario, se enfrentan a una sobrecarga laboral creciente, falta de recursos, y lo que es aún más grave: una pérdida del respeto social y del reconocimiento profesional por su labor.
En el sector privado, el maestro ha dejado de ser sujeto educativo —con voz, criterio y autonomía profesional— para convertirse en un objeto funcional al mercado. Las exigencias administrativas, la cultura de la evaluación constante, las jornadas interminables y la presión por resultados medibles han reducido su labor a simples métricas. El maestro ya no enseña; entrega productos. Ya no forma ciudadanos; responde a indicadores. Y, en medio de esa lógica, su humanidad se diluye. Se espera que rinda, que obedezca, que cumpla, sin cuestionar, sin exigir, sin descansar.
Por otro lado, en el sector oficial, el docente se ha convertido en blanco de odios, acusaciones y generalizaciones injustas. Se les señala de ineficiencia, de ser obstáculo para el cambio, de “vivir en paro”. Se olvida que muchos trabajan en condiciones precarias, con grupos sobresaturados, sin infraestructura adecuada y en entornos marcados por la violencia, el hambre y la deserción. Se les exige todo y se les ofrece casi nada. Peor aún: se les juzga sin escucharlos.
El problema es estructural y profundamente simbólico. El maestro ha dejado de ser sujeto activo del proceso educativo para convertirse en objeto de control, manipulación o desprecio. Se le despoja de su autoridad, se le niega su experiencia, y se le aísla de las decisiones que definen su quehacer. Lo que antes era una vocación, hoy se vive como un acto de resistencia.
Y sin embargo, siguen. Muchos siguen. Enseñando con recursos propios, abrazando a niños rotos, conteniendo el caos, sosteniendo la esperanza. Pero no se puede seguir ignorando lo evidente: el sistema está quebrando a quienes lo sostienen.
La solución no pasa por discursos vacíos o altisonantes ni por reformas cosméticas. Se necesita una transformación profunda que devuelva al maestro su dignidad, su autonomía y su centralidad en el proceso educativo. Porque si seguimos tratando a los docentes como piezas reemplazables, el colapso de la educación no será una sorpresa, será una consecuencia lógica.
Hoy más que nunca, Colombia necesita recuperar al maestro como sujeto. No solo para salvar la educación, sino para rescatar el alma misma del país.