Juan Pablo Matta Casas
Recuerdo una conversación que tuve en 1998 con Ignacio Valencia López, brillante caucano, quien fuera senador y embajador. Cuando le pregunté si creía que iba a haber una guerra civil en Venezuela tras la victoria de Chávez, me respondió con certeza imperturbable que no, que la izquierda era más pragmática. Me dijo que simplemente harían lo mismo que en Cuba: abrir las fronteras y poner a funcionar los aeropuertos sin descanso hasta que todos los que no estuvieran de acuerdo se fueran. Con ese método, el régimen cubano logró la salida de más de dos millones de sus ciudadanos, precisamente aquellos que podían haber confrontado democráticamente la tiranía castrista.
En Venezuela, la estrategia terminó funcionando de la misma manera. Más de ocho millones de venezolanos huyeron del comunismo y hoy están asentados en casi todos los países del mundo. Sin embargo, esos ciudadanos son los que hacen falta en Venezuela para derrocar el régimen dictatorial e ilegítimo de Maduro. Su ausencia no es casual; siempre fue parte del plan para perpetuarse en el poder.
El control de la sociedad en Cuba y Venezuela ha seguido un patrón similar: apropiación de la estructura estatal para subordinar a los ciudadanos, destrucción del aparato productivo para generar dependencia absoluta del gobierno y uso de la represión para desarticular cualquier intento de resistencia. Desde el ascenso de Fidel Castro al poder en 1959, el régimen cubano transformó el Estado en una maquinaria de control total. La eliminación de la propiedad privada, la nacionalización de la economía y la conversión de los sindicatos en brazos del Partido Comunista hicieron imposible la existencia de una ciudadanía con capacidad de autonomía económica. La dependencia del Estado para la alimentación, la salud y la educación no fue una política de bienestar, sino un mecanismo diseñado para condicionar el comportamiento de la población y garantizar su obediencia.
El caso venezolano ha sido más reciente, pero sigue la misma lógica. La llegada de Hugo Chávez al poder en 1999 marcó el inicio de un proceso de concentración del poder que, con el tiempo, destruyó la democracia. La cooptación del Poder Judicial, la militarización de la política y el sometimiento de la economía al control del Estado generaron un ambiente en el que la iniciativa privada se convirtió en un objetivo a eliminar.
Pero el verdadero mecanismo de control en estos regímenes ha sido la represión y la vigilancia. En Cuba, el aparato de seguridad estatal, encabezado por el Ministerio del Interior y los Comités de Defensa de la Revolución, funciona como un sistema de delación masiva donde los ciudadanos vigilan a sus vecinos para garantizar la lealtad al régimen. La Policía Nacional Revolucionaria y la Seguridad del Estado controlan a los opositores con detenciones arbitrarias, amenazas y prisión política. En Venezuela, los colectivos armados funcionan como grupos paramilitares que atacan manifestaciones opositoras, mientras que el SEBIN y la DGCIM persiguen y torturan a quienes se atreven a desafiar el poder de Maduro.
La diáspora cubana y venezolana no es solo una consecuencia del desastre económico y político, sino también una estrategia deliberada del régimen para deshacerse de su oposición y de sectores que podrían organizarse en su contra. No se trató de un éxodo espontáneo, sino de una purga silenciosa en la que los gobiernos facilitaron la salida de aquellos que no estaban dispuestos a someterse a la tiranía.
Conocido ya el proceso, hay que estar muy alerta en Colombia. Cuando se nos hable de subsidios y del control del Estado en la alimentación, la salud y la educación, no será con el propósito de garantizar bienestar. Por el contrario, será el inicio del plan para generar dependencia de aquellos a quienes luego se les pedirá que defiendan el régimen socialista que se pretende imponer. Las elecciones del 2026 serán determinantes en este propósito.
Estamos avisados. Nos han mostrado el paso a paso de su accionar. De nosotros, los colombianos, depende que la pesadilla del vecino no se convierta en una realidad que tengamos que vivir.




