Julián Andrés Caicedo Ortiz
A los nueve años, en una casa sencilla de tejas rojas y paredes encaladas en Popayán, un niño escuchó por primera vez una melodía que le estremeció el alma. No era música de la radio ni un ritmo de moda. Era otra cosa. Un trueno orquestal, una fuerza arrolladora de voces que parecía salir del mismísimo cielo. Era O Fortuna, el preludio inconfundible de Carmina Burana, esa obra desbordada de energía, mística y vida que Carl Orff compuso con versos medievales redescubiertos por casualidad.
No entendía latín, pero no importaba. Sentía. Aquel niño, como muchos en nuestros pueblos, no tenía acceso constante a conciertos sinfónicos, ni a teatros, ni a partituras. Pero esa tarde, sin buscarlo, comprendió que la música podía ser un umbral. Que lo sensible también transforma. Que el arte, aún sin traducción, habla con la potencia de lo humano más esencial.
Hoy, ese mismo niño, convertido en adulto, asiste al Festival de Música Religiosa de Popayán con los ojos brillantes, como quien regresa a una promesa cumplida. El festival, una joya patrimonial de la Semana Santa, no solo celebra lo sagrado en clave musical. También reafirma la vigencia de la cultura como una puerta abierta: a la emoción, al conocimiento, al diálogo entre lo ancestral y lo contemporáneo.
Carmina Burana, pese a no ser una obra religiosa, tiene algo de liturgia rebelde. Sus cantos profanos sobre la fortuna, el deseo, el paso del tiempo y la fiesta, hablan del alma humana con la misma intensidad que un salmo. Escucharla en Popayán —ciudad de faroles, de silencios, de procesiones, de paredes blancas— sería como conjugar en un solo acto la memoria, la crítica y la belleza. Una analogía perfecta para comprender que la cultura no es un ornamento, sino un acto de apertura.
El arte, cuando se convierte en política pública, cuando llega a los barrios, a las escuelas, a los campos, deja de ser privilegio y se vuelve derecho. No hay desarrollo posible sin identidad, ni progreso que valga sin imaginación colectiva. Un concierto en una plaza puede sembrar más semillas que un discurso frío. Una nota musical bien entonada puede reconciliar a generaciones enteras.
Por eso el Festival de Música Religiosa de Popayán no es solo una programación de conciertos excelsos. Es también una manifestación de respeto por el patrimonio, por la diversidad espiritual, por la educación estética de nuestros niños y jóvenes. Es una invitación a que el arte nos eleve, nos cuestione, nos una.
Volvamos a aquel niño que escuchó Carmina Burana. Tal vez nunca supo quién era Carl Orff. Tal vez solo recordó el temblor en el pecho. Pero ese temblor fue el inicio de una pregunta que aún resuena: ¿qué sería de un pueblo sin música, sin teatro, sin danza, sin palabras que nos hagan sentir y pensar al mismo tiempo?
Gracias al arte, a la cultura, a festivales como este, somos más humanos.